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Isabella

La guerra de bromas se había salido completamente de control. Lo que comenzó como una pequeña venganza por el balde de agua fría y la serpiente falsa terminó siendo una semana de caos absoluto. Cada día era peor que el anterior.

El lunes, Aless llenó mi cuarto con globos, pero no globos normales: estaban llenos de purpurina y confeti que explotaron cuando intenté quitarlos.

El martes, Luca programó la alarma de mi teléfono para que sonara cada hora durante toda la noche. No dormí nada, y me desperté al día siguiente con ojeras que ni el mejor corrector pudo cubrir.

El miércoles, me vengué llenando sus zapatos con gelatina. Escuchar los gritos de Luca cuando metió el pie en sus botas fue un placer indescriptible.

El jueves, ellos me devolvieron el golpe cambiando el azúcar de mi café por sal. Ni siquiera me di cuenta hasta que di el primer sorbo frente a toda la familia durante el desayuno.

Y así siguió. Cada día más ridículo, más ruidoso y más caótico. Pero la gota que colmó el vaso llegó el sábado por la noche, cuando Aless y Luca decidieron llenar la piscina con espuma y colorante. Max, que había llegado tarde de una reunión, terminó cayendo en ella sin darse cuenta.

Lo que sucedió después fue inevitable.

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A la mañana siguiente, Max nos reunió a todos en el salón. Aless, Luca y yo estábamos sentados en el sofá, tratando de evitar su mirada. Livia y su esposo estaban cerca, observando la escena con una mezcla de diversión y preocupación.

Max, con los brazos cruzados y una expresión seria, caminaba de un lado a otro frente a nosotros.

—¿Alguien quiere explicarme qué demonios está pasando aquí? —preguntó finalmente, su voz baja pero cargada de autoridad.

—Fue culpa de Isabella —dijeron Aless y Luca al unísono, señalándome como si hubieran ensayado.

—¿¡Qué!? —protesté, poniéndome de pie—. ¡Ustedes empezaron!

—¡Nosotros solo nos defendimos! —replicó Aless, señalándome con el dedo.

—¡Basta! —interrumpió Max, alzando la voz lo suficiente para que todos nos quedáramos en silencio—. Esta semana ha sido un desastre. No puedo trabajar, la casa es un caos, y ahora… —Se giró hacia mí con una ceja levantada—. ¿Tú llenaste los zapatos de Aless con gelatina?

Me encogí de hombros. —Se lo merecía.

Max suspiró, pasándose una mano por el cabello.

—Esto se acaba hoy —dijo, mirándonos a cada uno con firmeza—. No más bromas, no más venganzas, no más caos. ¿Entendido?

Aless y Luca asintieron de inmediato, pero yo no estaba dispuesta a rendirme tan fácilmente.

—Pero Max, ellos…

—Isabella. —Su tono era tan firme que me detuve de inmediato. Sus ojos se encontraron con los míos, y aunque había algo de frustración, también estaba esa ternura que siempre lograba desarmarme.

—Está bien —murmuré finalmente, cruzándome de brazos y mirando al suelo.

—¿Lo prometen? —preguntó, mirando a todos.

—Lo prometemos —respondimos en coro, aunque Aless y Luca intercambiaron miradas que no me gustaron nada.

Cuando Max finalmente nos dejó salir del salón, no pude evitar acercarme a ellos y susurrar:

—Esto no ha terminado.

Aless me sonrió de lado. —Oh, sabemos que no.

Y así, aunque las bromas oficiales terminaron, la guerra seguía viva en nuestros corazones. Por ahora, al menos, Max tenía su paz.

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