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    Hablemos de Eastbourne

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    Hablemos de Eastbourne. Podría decirse que es una de las ciudades más pequeñas de toda Inglaterra. O es, al menos, como siempre lo he percibido. Se toma técnicamente media hora para salir de él; y un recorrido a escala completa tarda no menos de una hora. Normalmente se llena los veranos y es una de las temporadas más deplorables, con las calles llenas de turistas apestosos a protector solar quienes se fascinan por la vida misma – además de joder nuestro precario sistema de tránsito– y creen que las costas tienen alguna especie de calor, como en las películas estadounidenses.

     En las películas tampoco revelarían el olor a pescado y la gripe que saldría de esa particular experiencia. 

     Mi época favorita es la mezcla proveniente de un intermedio, finales de otoño e inicio de invierno. La humedad de las lloviznas se ralentiza considerablemente, había una inusual aparición de naturaleza medianamente viva para ser erradicada con las imposibles temperaturas gélidas de los últimos meses del año. Los días se arrastran con glacial pereza y las noches parecían ser cada vez más cortas. Llámenlo una de esas señales del tiempo para finalizar con broche de oro cada año, o una de esas señales para resignarse en haber desperdiciado otro año más. 

    Esta descripción correspondía a esa misma tarde. El entretenimiento principal de la velada viene en forma de los pequeños grupos de niños completamente disfrazados merodeando de casa en casa en busca de dulces. Chapotean en los charcos de la lluvia pasajera, apresurándose por las aceras de los suburbios, sin ninguna preocupación en el mundo o en la seguridad peatonal. La alusión de una idea atraviesa súbitamente mi mente: el contraste de la negrura metálica del brillo del asfalto contra las luces artificiales de los postes, entrecruzado por los borrones de vibrantes colores...

    — ¿Un dolar por tus pensamientos?— la voz de Ashton me saca de la ensoñación y volteo mi rostro hacia su dirección. El avellana de sus irises se parecía resplandecer como el burbujeo de champán debajo de los faroles, reflejándose en los cristales de sus gafas con fórmula; y me ofrece otro bocado del envase entre sus manos.

    — ¿Tienes dólares? — retorno, atrapando la cucharilla con los labios y saboreando el helado de galletas. Le ofrezco una sonrisa en agradecimiento—Vaya que me saque la lotería contigo.

    Una de sus manos pellizca sin fuerza la tripa en la parte baja de mi costilla y me escurro de él, resultando en otra de sus carcajada.

    Desde que habíamos salido de casa, pronto supe que no había un plan. El concepto de cita parecía ser una incógnita para ambos, ya sea por la extraña naturaleza de nuestra relación o por otros factores de los cuales ninguno de los dos quisiera admitir en voz alta. Por ello, nos limitamos a dar vueltas en el vecindario, con nuestras manos firmemente entrelazadas, entre vagas conversaciones.

     En mi defensa, había cumplido mi parte del trato. Me había aseado y arreglado con un conjunto aceptable de un vestido oscuro decorado con ramificaciones en mostaza que contaba con una falda que llegaba hasta mis tobillos, y alguno de los suéteres tejidos hechos por mi madre con fibras de distintos colores – aunque significase que había gastado todas mis energías en escoger la ropa y me había rendido ante la idea de peinarme y maquillaje. Por alguna razón, me sentía orgullosa del atuendo; incluso cuando sabía que probablemente lucía como un bollo de dulce. Sobretodo al ver el rubor y el rastro de terneza en sus ojos que aparecía cuando daba pequeñas vueltas para él.

The Great and Beautiful Mistake ♂ Ashton Irwin ♀[EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora