47: Despedidas agridulces.

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Yixing se detuvo de golpe, inclinándose hacia adelante, con la manos sobre las rodillas y la cabeza colgando hacia abajo. Le ardían los pulmones y no sentía ya la piel del rostro por haber corrido en un circuito completo por todo el vecindario como un desquiciado.

Cuando había comenzado a sentir que iba a morir de la preocupación, el cansancio y el frío, recordó que aún había un lugar que no había revisado y echó a correr de nuevo, para llegar finalmente a donde estaba ahora, el parque.

Acertó. En el pequeño parque del barrio se hallaba Luhan, dándole la espalda, sentado en el mismo banco que había escogido aquella primera vez que fueron junto a Meimei. No había nadie más alrededor. Nadie se atrevía a salir durante una noche de invierno tan cruda como esa.

Yixing tomó una profunda y larga respiración, preparándose para lo que sea que fuera a encontrarse una vez se aproximara a él.

Todos en casa, reunidos en severo silencio en la sala, habían dudado sobre qué hacer mientras oían los murmullos provenientes de la cocina. Su madre había opinado que lo mejor era dejarlos hablar sus asuntos en paz y no interrumpir, y eso hicieron. Sin embargo, los murmullos secretos crecieron hasta volverse bramidos furiosos y rasgados que les permitieron oírlo todo. Cada palabra, cada verdad que desconocían. Y ninguna de las personas en la otra habitación pudo hacer más que escuchar con ojos redondos de horror.

Sus pasos sobre la grava sonaban vacilantes incluso a oídos del propio Yixing. Al llegar a su lado, se dejó caer en el espacio libre del banco con una exhalación cansada, y situó entre ellos el abrigo que había cargado para él durante todo el camino. Solo entonces se permitió observarlo.

Luhan miraba hacia abajo, a sus manos que reposaban sobre su regazo con las palmas expuestas, los dedos enrojecidos temblando ligeramente. No se movió ni un centímetro ante su llegada. Lucía como un desastre, donde solían estar los primeros botones de la camisa no quedaban más que los hilos que los habían sostenido en el pasado, y la tela alrededor del cuello y pecho estaba arrugada, como si hubiese sido estrujada furiosamente.

Cuando una corriente de aire volvió a soplar sobre ellos y movió los mechones de cabello que le caían sobre la frente, Yixing reconoció lo que parecía ser un rastro de sangre seca cerca de su ceja.

Se había hecho una idea de cómo habían ido las cosas, pero una parte suya quería creer que su imaginación lo había exagerado todo. Desgraciadamente, no era el caso. Y se sintió enojado y triste, extremada, incesantemente triste.

―He estropeado tu camisa ―pronunció Luhan después de un momento, y Yixing se tragó el nudo en la garganta y le dio su mejor intento de sonrisa.

―Es una pena, me gustaba esa... ―tomó el abrigo ignorado entre ellos y lo dejó sobre el regazo del otro―. Póntelo. Tu resfriado empeorará.

Luhan asintió, pero no se movió. Bajo el brillo anaranjado del poste de luz, a Yixing todo se le antojaba un poco más desolador.

Soltó una respiración y tomó la prenda para dejarla sobre los menudos hombros de su primo, cubriéndolo del viento helado y frotando sus brazos por encima del abrigo para ayudarlo a entrar en calor. Lo vio alzar los ojos de su regazo por un corto instante, y luego volver a dejarlos caer, dejándose cuidar con una rigidez que solo alguien que ha perdido la costumbre de las atenciones ajenas poseería.

Lentamente, Luhan se relajó. Entonces habló, tan bajito que Yixing tuvo que hacer un esfuerzo por entender sus murmullos cansados.

―Salí corriendo porque creí... creí que cuando el entendimiento de lo que he hecho me golpeara, me abordaría también el arrepentimiento ―meneó la cabeza, como si estuviera confundido―. Pero no ha pasado aún. Acabo de eliminar cualquier posibilidad de algún día obtener su aceptación... y no lo lamento.

Toska «hunhan»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora