Capítulo 2: Tormenta inminente

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 -¡Balwind, despierta!-exclamó Kurt- Tienes trabajo.
Desperté en mi oscura y pequeña habitación. Como la mayoría de gente pobre, vivíamos en una pequeña casa, solo que la nuestra tenía además un gran horno donde trabajábamos el hierro y cualquier otro material. Di un par de vueltas en la cama, puesto que aún me sentía cansado.

Al final, de vuelta a casa, había decidido pasarme por la taberna a beber y cantar junto mis amigos. Y ahora mi cabeza no paraba de recordármelo.
-¡Vamos, levántate!-continuó exclamando Kurt.
Me giré de nuevo, intentando dormir un poco más.
Con un portazo Kurt entró en la habitación y su presencia se hizo notar de inmediato. Era de por sí un hombre alto y corpulento, a causa de su constante trabajo en la forja, pero en ese pequeño espacio parecía un autentico gigante.
-Levanta, vamos. Tienes que ir al pueblo de Dorh a entregar la espada que forjamos ayer-dijo Kurt.
Dorh era un pueblo pequeño cerca del bosque con el mismo nombre, donde residían un grupo de Monardos, la mayoría gente pobre que había llegado a Someland pensando que aquí conseguirían mejor fortuna . Para su desgracia, los Caparoja prohibieron su entrada en la ciudad,  ya que los consideraron “potencialmente peligrosos”, aunque la razón principal era que no tenían nada que aportar a la ciudad.
Pero ellos no querían volver al ardido desierto, por lo que después de un largo día de viaje, alejados de Someland pero aún en el reino Selki, construyeron su pueblo.
-¿Por qué no vas tú?-dije algo molesto.
-Ni se te ocurra replicarme. Hoy tengo muchísimo trabajo que hacer, así que andando.
Me levanté de mala gana y preparé un pequeño macuto y una cantimplora para el viaje. Kurt me entrego la espada, envuelta con una especie de piel de cuero para evitar que algún sabandija viera el costoso material con el que estaba hecho y intentara robarla.
Me la colgué en la espalda y camine hasta el mercado, lleno de vida y colores incluso con el intenso frío de esos días y el cielo nublado, dispuesto a soltar una descarga en cualquier momento

Por desgracia la enorme cantidad de gente que había ahí, junto con el olor del pescado casi podrido llegado de Lotz hacía de respirar una misión casi imposible. La nieve del día anterior se había derretido y ahora el suelo era un enorme barrizal resbaladizo y apestoso.
Pasé por varios tenderetes y saludé algún conocido. Un panadero que apenas conocía me regaló un pan recién hecho, ya que mi padre le había reparado la rueda de su molino. Kurt odiaba hacer esa clase de trabajos, pero eran tiempos difíciles incluso para los suburbios.
Finalmente encontré a Ymir y sus hombres. Ymir era el padre de Johan, y se dedicaba al comercio ambulante, pero que también se ofrecía como transporte y guardaespaldas a la vez.
-Hombre, el pequeño Balwind-dijo Ymir al verme. Como siempre, Ymir me soltó unas fuertes y dolorosas palmadas en la espalda. Él era un hombre incluso más grande que mi padre, y su tono de voz y sus ojos amarillentos le daban un aspecto aterrador, pero bajo ese aspecto se ocultaba una inteligencia muy por encima de la media. Por eso, y por su enorme hacha que llevaba siempre consigo, se decía de su convoy que era el más seguro de Someland- Supongo que tienes algún encargo del viejo Kurt, ¿no es así?
-Así es. Necesito ir al pueblo de Dorh a entregar este paquete.
-Dorh, hum...¿No es ese aquél pueblo de bandidos Monardos? No entiendo como Kurt puede mandarte allí-musitó Ymir con tono de preocupación- En cualquier caso estas de suerte chaval, ya que tenía pensado dirigirme hacía el oeste para ir hasta Tídia. En cuanto el cazurro de mi hijo aparezca nos pondremos en marcha.
-¿Quiere que vaya a buscarlo? Así podremos partir cuanto antes-me ofrecí.
-¿Sabes donde se encuentra? Si, claro que si. Que pregunta-renegó Ymir. Yo sabía que quería a Johan con locura, pero a él no le gustaba el estilo de vida de su hijo. Y que a mi me intentara arrastrar con él aún le gustaba menos.- Muy bien, ve a por él entonces. Después del mediodía como muy tarde os quiero aquí.
Hice un gesto a Ymir y me interné en los callejones de los suburbios. Las calles estaban llenas de gente pobre que buscaba posibles victimas para sus atracos, pero era poco probable sufrir un ataque durante el día. De noche, por supuesto, era otra historia.
Al final llegué a un gran edificio de dos plantas y entre. Allí vi a Sonia, la propietaria del local, barriendo el suelo junto con un par de chicas jóvenes.

Crónicas del aprendiz de Mago: El temor del hechicero oscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora