Todo tiene un límite

177 19 10
                                    


A  la  mañana  siguiente  Fernando despertó muy temprano, Paula dormía  profundamente. Fernando  se inclinó  apoyándose en el brazo se quedo  admirándola, tomó  entre sus dedos el sedoso mechón de cabello que  le cubría la mitad del  rostro. Se lo colocó a un lado, no pudo  evitar la tentación de acariciarle la  mejilla, con la yema de los  dedos le fue rozando muy sutilmente hasta llegar a esos labios  carnosos que lo enloquecían y lo incitaba a besarlos. Con el dedo  índice los delineó, ese simple gesto, hizo que su cuerpo  reaccionara, toda ella  lo encendía en deseos. Se inclinó para  besarle los labios, no pudo resistirse al deseo de abrazarla,  estrecharla a su cuerpo y sentir la calidez  y suavidad  de su piel.


Paula  despertó sintiendo que  unos brazos la oprimía, al abrir los ojos, vio  a  Fernando casi encima de ella, rozándole los labios con la boca, al darse cuenta de lo que hacía le colocó las manos en el pecho  intentando apartarlo. No podía soportar que la tocara, sentir su  boca, besándola, sus manos sobre el cuerpo, era recordar, lo  ocurrido la noche anterior... Una noche que quería olvidar. Una  noche en la que se sintió humillada, vejada, violentada su dignidad  de mujer.  Había vivido noches en las que Fernando comenzaba siendo cariñoso y terminaba siendo un salvaje pero, la anoche anterior... era para olvidar...  Fernando  se acercó y volvió a abrazarla.


 — ¡Buenos días, mi amor! ¿Ya se te pasó el enojo, que tenías?  —le preguntó, abrazándola, dejándose caer de espaldas al colchón, la arrastro con él subiéndola  sobre su​ cuerpo.



— ¡Suéltame  Fernando! ¡Suéltame, por favor!  —rogó en voz baja—.  Hueles a licor, ¡no quiero que  me toques!  Estoy adolorida. —cerrando los ojos volvió a suplicarle, mientras intentaba detener las lágrimas que inundaban sus ojos, bajó las manos a los brazos de él para apartarlos de su cuerpo.


— ¡Me importa un carajo, si no quieres que te toque!  —replicó abrazándola con fuerza—. Yo quiero tenerte así, abrazada a mi cuerpo, quiero besarte y que me beses —exclamó  ciñendo las manos en sus caderas, deslizándolas hasta las nalgas hundiendo sus dedos y apretándola a su hombría que palpitaba de deseos por ella. Paula levantó un poco el cuerpo, colocando las manos en el colchón para sostenerse, tenía el rostro bañado en lágrimas.


—¡Suéltame,  Fernando! No me tortures, por una vez en tu vida, no me obligues... no me obligues a hacer algo que no quiero... ¡Por favor! —suplico, con la voz quebrada por el llanto. Fernando la soltó y la hizo a un lado.


—¡Coño, no llores!   ¡Me tienes harto con tu maldita lloradera! —exclamó en voz alta, levantándose y sentándose en la cama—,  no puedo tocarte, porque ya estás llorando. Coño, cuando te hago el amor, estás con el lagrimeo. Quien te ve dice, que te he golpeado. Eres la mujer más rara, que he conocido y mira que he conocido mujeres. Te has convertido ¡en una frígida e insípida! Te quejas, porque quiero hacerte el amor todos los días, hay mujeres que se quejan, porque el marido no las toca, en semanas. ¡Coño la verdad, que  no te entiendo! Deberías sentirte feliz, no tienes que levantarte para salir a trabajar, tienes quien te haga todo en la casa, no estás pensando cómo hacer para llegar a fin de mes. Estás casada con un hombre, que después de quince años de matrimonio, te sigue deseando como el primer día. ¡No sé, qué coño quieres! Dime Paula, ¿qué coño, quieres tú, para ser feliz? —le preguntó enojado levantándose de la cama y caminando hacia el baño, al entrar cerró la puerta, con un sonoro portazo.  Paula se levanto de la cama, se puso la bata se volvió a acostar, se abrazó a la almohada, comenzó a llorar. 

Sirena del OcasoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora