Lo que se cree es el final, resulta ser el comienzo

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Una semana después...


Paula como todas los días al atardecer, estaba en la playa, en ese lugar que había convertido en su refugio. Se encontraba sentada en uno delos risco, con los ojos cerrados y el rostro inclinado al cielo, disfrutando de la calidez de los rayos del sol. Tenía una pierna sobre el risco los brazos enlazados en una pierna, la otra la tenía colgando, permitiendo que las olas acariciaran su pie. Extrañaba su hogar, sus hijos, ansiosa de regresar a casa, olvidar todo y vivir tranquilamente con sus hijos,  lejos de Fernando.


Sabía que eso era imposible, Fernando no le iba a permitir vivir su vida lejos de él. Un profundo y lastimero suspiro escapaba de sus labios, al recordar a sus hijos. Se imaginó qué felices sería estar allí con ellos, disfrutando del ocaso, oyendo el murmullo de las olas en su vaivén, el canto de las gaviotas revoloteando sobre el agua buscando su comida. Casi podía oír las risas de sus hijos, jugando, correteando por la playa, esquivando las olas, una sonrisa se dibujó en su rostro, ajena a la persona que muy cerca de ella la observaba embelesado.


―¡Paula, mi amor... !  ―exclamo sonriendole después de observarla por largos minutos, cautivado por lo bella que se ve. 


El corazón me da un vuelco, siento que deja de palpitar por unos segundos, se me forma un nudo en la garganta al oír esa voz tan conocida. No era posible que esa voz fuera real, su dueño está a miles de kilómetros de distancia. Abrí los ojos y me giró a mirar, para asegurarme la voz  era producto de mi imaginación. Compruebo qué esa voz, no es producto de mi imaginación, ahí estaba Fernando, de pie  con las manos en los bolsillos del pantalón.  Iba vestido con una camisa de cuello tunecino de color blanco, y  haciendo juego un pantalón de lino, remangado hasta la mitad de la pantorrilla. El cabello al tenerlo un poco largo, le lucía despeinado por la brisa, me miraba  sonreído, con esa sonrisa, que una vez me había hechizado y que aún lograba, que mi corazón se agitara palpitando como un caballo desbocado. Me estremezco, su presencia provoca que comience a temblar, no sé si es la impresión de verlo o es que me da miedo tenerlo frente a mí en un lugar solitario.  Menos mal estoy sentada, de lo contrario ya estaría en el suelo, el temblor de mis piernas no me hubiesen permitido sostenerme en pie. 


Fernando al ver que ella no pronunciaba una palabra y lo miraba desconcertada, caminó hasta donde se encontraba coloca las manos en su cintura y sujetándola la baja del risco acercándola a su cuerpo.  Sin dejar de sonreír la mira a los ojos,  y la  abraza. Se separa para volver a mirarla, le recorre el rostro con la mirada, fijando sus ojos en los labios rojos y entreabiertos.  No puede resistir la tentación de rozarles con su boca, besarlos con ternura, deleitarse con su dulzura y adueñarse de ellos en un beso apasionado, que ella no le responde, intenta separarse de esa boca que la devoraba  con ese beso.


Ella huele diferente, su olor es  a  rosas  a  jazmines , ha cambiado su olor, ese olor a flores de cerezo que me había enamorado y que siempre mantuvo durante los años que estuvimos juntos. Aún así me quedo con mi rostro hundido en su cuello con los ojos cerrados, respirando profundo deseando quedarme así para siempre.


―¿Que haces... aquí...Fernando?  ―Le pregunto en voz baja, intentando zafarme de sus brazos―. ¡Por favor, bájame!  ―pido bajando la mirada a su pecho y tratando de empujarlo. Fernando me desliza por su cuerpo, haciendo que mis pies toquen el suelo, pero no afloja sus manos, al contrario  me abraza con más fuerza estrechándome a  su cuerpo.  Levanta  una mano hasta mi rostro me acaricia la mejilla con los dedos y me sujeta por la mandíbula acercando de nuevo la boca a mis labios.

Sirena del OcasoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora