Nico estaba en la puerta. Tenía una cubitera con una botella de champán en una mano y dos copas en la otra.
—Dios, cariño, perdóname. Te llamé al llegar a casa. Se ha suspendido el viaje.
Con el ruido del agua no me oíste.
—Casi me matas del susto.
— ¡Lo siento mucho, cielo! —Nico pasó junto a ella, soltó la cubitera y las copas y luego cerró las puertas de cristal. Después regresó a su lado. Rocio no había vuelto a ponerse la toalla aún. El sonrió, atractivo, despeinado, exhausto, contento de estar en casa. Cuando ella hizo ademán de recoger la toalla, él la detuvo.
—Cariño, no. Estás bellísima. Siento trabajar en exceso, te lo juro por Dios. Pero te quiero, Rocio. Los niños y tú sois lo que más me importa en el mundo. Lo juro.
La atrajo hacia sí, envolviéndola con sus brazos. Ella estaba mojada y tiritaba por el aire acondicionado, y Nico estaba tan cálido. Con él se sentía bien y segura. De repente, se alegró de tenerlo, lo deseó. El podía acariciarla, besarla y lamerla en cualquier parte, y sería algo natural y delicioso.
—Te quiero —dijo Rocio.
—Mañana me tomaré todo el día libre. Me ocuparé de los niños desde por la mañana hasta por la noche.
— ¡Oh, Dios, Nico, es lo más romántico que me han dicho nunca! —le dijo ella agradecida.
Nico empezó a besarla, primero en los labios, luego a lo largo del cuerpo desnudo.
Su lengua serpenteó sobre su piel, entre sus muslos...
Mientras subía en la furgoneta de Jaime, Lali empezó a temblar furiosamente. Se sentó en el asiento del pasajero y se ajustó el cinturón, luchando contra la visión que nublaba su mente.
Veía sombras y, en medio de las sombras, a dos amantes íntimamente entrelazados.
No podía ver realmente sus caras, y tuvo la horrible sensación de estar invadiendo un momento que no solo era íntimo, sino cálido y especial. Podía ver que...
La mujer era rubia.
Comprendió que no estaba viendo a través de sus propios ojos.
Unas palabras extrañas resonaron en su mente.
Asesino te ve, Asesino te ve...
La visión se desvaneció súbitamente.
Tan solo perduró el recuerdo de que la mujer era rubia. Y las palabras...
Asesino te ve, Asesino te ve...
Seguían repitiéndose sin cesar, como una letanía que la atormentaba. Y Lali comprendió que tendría que hablarle a Peter de la visión que acababa de captar con el extraño ojo de su mente.
Lali se alisó el pelo, recobrando la compostura e ignorando a los demás mientras discutían acerca de a dónde debían ir a cenar.
La voz y su obsesionante letanía se desvanecieron completamente, y Lali empezó a sentirse como una tonta. Estaba asustada, pero no en un aspecto tangible.
Estaba rodeada de personas; se encontraba a salvo.