Peter alargó la mano y cerró el grifo. A conti5n salió de la ducha, agarró una toalla y envolvió con ella a Lali.
—Martique nos ha preparado té caliente con coñac —dijo. — ¿Seguirá caliente?
— Seguro que sí. Lo trajo en un termo.
— Martique se ha dado cuenta — murmuré Lali mientras salía del cuarto de baño.
—¿Y qué? —Peter la siguió al dormitorio—.No parece haberse escandalizado. ¿Qué más da? Eres mayor de edad. Igual que yo —sirvió dos tazas de té y le pasó una—. No estamos emparentados biológicamente, como ya te he dicho otras veces.
No tendremos hijos con cabezas puntiagudas ni nada eso.
Ella sonrió, y luego lo miré seriamente.
—Yo ya tengo una hija, Peter —le recordó.
—Lo sé. Nunca lo olvido —respondió él.
—He de procurar que mi hija no sufra por nada de lo que yo haga.
—Ahora mismo está con su padre, ¿no?
— Sí.
Peter acabó su taza de té y le quitó a Lali la suya de las manos.
—¿Aún sigues obsesionado? —inquirió mientras él buscaba sus labios.
—Sigo obsesionado. ¿Y tú?
—Aún siento... curiosidad —fue lo único que Lali pudo admitir conforme Peter la besaba.
Rocio se acurrucó contra su marido, inmersa en un mar de satisfacción. Él la atrajo hacia sí con el brazo.
—Dios —murmuré contra su frente.
— Sí, ha sido increíble — asintió ella.
Y lo había sido. Absolutamente increíble. Gracias a su provocativo regalo. Se había vuelto loco al verla con las braguitas. Y le había hecho unas cosas...
—Fue una gran idea. Gracias —dijo Rocio suavemente, besándolo en los labios.
— Gracias a ti. Has estado tremenda, cariño. Muy sexy. Tienes que comprar más de esas. ¿Cómo se te ocurrió?
Ella sintió de repente una extraña sensación de frío. No era miedo, exactamente, pero se le acercaba mucho.
— ¿Rocio?
—Yo...
Nico frunció el ceño y la miró con ojos ansiosos.
—~,Dónde compraste esas bragas, Rocio?
—No... no las compré. Fueron un regalo. Me las llevaron hoy a la mesa, mientras almorzábamos. Creí que las habías enviado tú.
— Naturalmente.
—¡Nico!
Él se reclinço de nuevo en la almohada, sin dejar de mirarla, y el brillo acusador de sus ojos resultaba aterrador. —Nico... ¿no las enviaste tú?
—No.
—Entonces, debió de ser una equivocación. Serían para otra persona.
— Sí, claro —respondió él sarcásticamente.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué insinúas? —dijo Rocio alzando el tono.
—¿Qué insinúo? —repitió Nico—. Que seguramente has estado coqueteando con alguien. Hasta el punto de darle pie a pensar que estás disponible. ¡ Dios! ¡ Y yo, mientras, sintiéndome culpable!
—¡Yo no he coqueteado con nadie! —respondió Rocio, dándose cuenta de que estaba mintiendo.
Le había dado a entender a otro hombre que estaba dispuesta a tener una aventura.
Sintió frío de nuevo. Mucho frío.
—Oye, Nico, de verdad...
—Déjalo, Rocio —dijo él levantándose. Se puso rápidamente la bata y salió del dormitorio. cerrando la puerta con estrépito.
Rocio simplemente se quedó mirando, aturdida.
Las braguitas...
Se estremeció, sintiéndose sucia. ¿Tan cerca había estado de la infidelidad? Peor aún, ¿había destruido ya su matrimonio?
Seguramente el regalo se lo había enviado... él.
La próxima vez que lo viera, le explicaría que sencillamente había pasado por una época, que en realidad amaba a su marido.
Seguía sintiéndose sucia. Avergonzada. Y asustada.
Nico jamás la había mirado así antes.
Rocio se bajó de la cama, se puso la bata y salió al salón. Encontró a Nico de pie en la cocina bebiendo una cerveza.
—¿Nico? —¿Qué?
—Te quiero.
— ¿Quién te envió esas bragas, Rocio? Ella mintió. Tuvo que mentir.
—No tengo ni idea, Nico. De verdad. Lo juro por los niños... Nunca te he engañado —se acerco a él y lo rodeé con sus brazos, realmente temnerosa de perderlo—. ¡Te quiero, Nico! —susurro Rocio notó cómo los músculos de él se relajan. La abrazó. Unas súbitas lágrimas resbalaron por las mejillas de ella, y
él las enjugó con los nudillos antes de besarla.
—De vez en cuando... —murmuró.
-¿Qué?
—Bueno, te pareces a tu madre. Quizá me asusta la posibilidad de que quieras probar con más de un marido.
—Te quiero, Nico.
—¿De verdad?
— ¡ Sí! Simplemente tenía un poco de miedo, pasas mucho tiempo fuera de casa.
Trabajas con muchas mujeres jóvenes y a veces, temo no estar a la altura.
Él sonrió y le alisó el cabello.
—Eres inteligente, buena conversadora e interesante. Yo también te quiero, Rocio.
—¡Oh, Nico! —murmuró ella—. Te adoro. ¡Has sido tan bueno conmigo! —¿Sabes qué? —dijo Nico, su voz algo más ronca.
—¿Qué?
—Voy a descubrir de dónde han salido esas malditas bragas.
La estrechó entre sus brazos, pero, a pesar de ello, Rocio volvió a sentir aquel frío devastador