cande Esposito estaba convencida de que atraparían al asesino muy pronto. Peter conocía su oficio, y el perfil que había trazado constituía un retrato indudablemente preciso del sospechoso: un hombre apuesto e interesante, que se ganaba con su encanto la confianza de las mujeres. Un hombre que, de ordinario, llevaba una vida normal y era bien visto entre sus familiares y semejantes.
El asesino sería capturado...
Entonces oyó un ruido y volvió a preguntar-se si habría cerrado la puerta. De repente, empezó a rezar por seguir viva para ver cómo capturaban al asesino.
Salió de la ducha y agarró una toalla. Luego, empapada, corrió por el pasillo, diciéndose que no era lo más indicado. Tenía que apagar todas las luces de la casa y llegar como fuese hasta la puerta trasera.
Demasiado tarde.
Él ya estaba allí.
Petrificada, envuelta en la toalla, ella se quedó mirándolo.
—Hay que dejar las puertas cerradas —dijo él con suma suavidad—. Tú deberías saberlo mejor que nadie —suspiró—. Pero aprenderás. Ella abrió la boca para hablar.
No le salió la voz. Porque él ya se estaba acercando.
—Eres tan hermosa. Tan hermosa y perfecta. Y tu modo de hablar de las partes del cuerpo...
Rocio se envolvió en una toalla, dejando correr el agua. Avanzó cuidadosamente hasta la puerta del baño y echó un vistazo, haciendo lo posible por no dejarse ver.
Había alguien en la casa.
Su primer impulso fue cerrar la puerta y echar el pestillo. Pensó en el teléfono móvil, guardado en su bolso, junto a la cama.
No podía encerrarse; los niños estaban en la casa. Tenía que protegerlos.
Siguió mirando desde la puerta del baño durante lo que pareció una eternidad. Salió silenciosamente. No se veía a nadie en el dormitorio.
Pero las puertas de cristal estaban parcialmente abiertas. Una brisa elevaba las cortinas medio corridas. Temerosamente, con el corazón en la garganta, avanzó hacia ellas.
— ¿Rocio?
Al oír su nombre, emitió un grito y se giró, dejando caer la toalla.