Llevamos ocho días navegando río abajo por lo que los hombres de las ciudades llaman Río Negro, las nueve canoas que transportan a ocho familias de mi tribu navegan cautelosamente sobre la ribera norte del río. Han pasado muchas lunas desde que mi padre, el paye o chaman de nuestra comunidad nos advirtiera sobre esta expedición. Nuestra tribu, descendiente de los Tukanos, prácticamente no tenía contacto con los hombres civilizados, sabíamos de ellos por los cuentos de los mayores y los rarísimos y brevísimos encuentros fortuitos con ellos. Ante estos casos procedíamos como siempre, huíamos escondiéndonos en la selva. Pero ahora salgo a su búsqueda. En el camino hemos encontrado numerosos poblados y aldeas indígenas, todos los seres humanos han muerto, algunos de mis compañeros y parientes han decidido volver, sólo mis amigos y familiares más cercanos continúan conmigo. Estamos a diez días de viaje de nuestra aldea. Sobre la costa vemos con más frecuencia la obra del hombre civilizado. Grandes extensiones de selva arrasada, extrañas construcciones, extrañas viviendas y extrañas canoas aparecen por doquier. Llegamos a una gigantesca aldea, las construcciones de material se agolpan una al lado de la otra y por encima. Hemos dejado de remar. Las canoas se mueven río abajo mecidas por la corriente, sólo los niños más pequeños hablan en voz alta señalando curiosos y sin miedo a lo que, recién ahora entendemos es una ciudad. La ciudad está en silencio, la selva otrora rechazada, avanza nuevamente cubriendo la ciudad en un intento por ocultar el engendro a los ojos de la naturaleza. De pronto, un grito nos sobresalta. Parado en un muelle un hombre nos grita. Rápidamente mis amigos arman sus arcos de dos metros de largo con flechas y se aprestan a lo peor. Trato de tranquilizarlos y me adelanto con mi canoa. El hombre tiene una extraña vestimenta, y no parece agresivo. No entiendo lo que dice en su lengua pero desciendo de la canoa camino a su encuentro me detengo a un metro de distancia y mirándolo a los ojos me presento:
- Kaborí
El hombre me mira extrañado. Señalo mi pecho y repito mi nombre.
- Kaborí
El hombre ahora sonríe e imitando mi gesto dice
- Joao
De pronto cae de rodillas a mis pies, abraza mis piernas y rompe en llanto. La acción trae alarma entre mis compañeros, algunos alzan nuevamente sus arcos, pero los detengo con un gesto de mi mano y les grito desde el muelle:
- No se asusten, este hombre no me ataca, está desesperado, sólo es un pobre hombre abandonado.
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El Ultimo
AdventureEl olor nauseabundo me descompone, las imágenes son horripilantes, los perros vagabundos y las aves de rapiña son los nuevos amos de las ciudades.