Capítulo 3

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                                                       Lo conocido ya no tan conocido.

  Una parvada de pájaros extendía su vuelo para el norte. El tiempo es bueno para estar fuera de casa, disfrutando de un sol cálido y el viento perfecto para no morir de calor. Es algo raro en San Diego este tipo de clima fresco, pero es agradable.
Me dejé caer en el pasto con mis manos atrás de mi cabeza, entrecerré los ojos por la luz del sol que pegaba directo en mi rostro: como si unos grandes reflectores estuvieran colocados encima y éstos hicieran que mis ojos, descuidadamente, quisieran cerrarse. Nelson, a lado mío, sentado, me platicaba unas cuantas cosas de su universidad que, ciertamente, no lograba atrapar mi atención. Creo que era algo relacionado con sus maestros y sus trabajos tan complicados. Suspiré fuerte y respiré el olor del pasto recién cortado. Me perdí en la tranquilidad.   

  Me agradaba compartir tiempo con mi hermano, él es un hablador y yo también. Me gusta que cuando hablo él se queda quieto sin abrir su boca de cotorro, simplemente lanza comentarios agradables o desagradables acerca del tema en cuestión. Y, sin duda, cuando él me confía sus problemas es porque sabe que lo ayudaré o reiré, pero de alguna manera lo reconforta saber que estoy aquí para él, cuando sea que lo necesite, sin importar cuán absurdo sea su problema.

Me reincorporé, sentándome con mis piernas cruzadas, en frente de mi hermano, sonreí a él, que estaba perdido arrancando pasto y dejándolo volar cada vez que lo cortaba. Ni siquiera se daba cuenta de lo que me decía, o tal vez soy yo la que no podía comprender. Miré más allá, por encima del hombro de Nelson  

  Una niña lloriqueaba encaprichada por un globo. El señor vendedor estaba dando su habitual recorrido por el parque. Supe que la niña quería un globo, porque, atreves de la lejanía y los demás ruidos, se escucha a la niña gritar desgarradamente << ¡Quiero un globo! >>. Su padre, con una mirada severa y autoritaria, pero a la vez relajada y llena de ternura, la reprimía por sus actos.
¿Qué acaso él nunca quiso un globo de pequeño, o era un niño sin sentimientos? Aunque sé muy bien esa respuesta. Al igual que la niña, yo también tuve mi tiempo de berrinche por un globo, mi papá podrá ser todo lo complaciente que se le esté permitido, pero, a su vez, tiene una lista de límites. Limites que yo, rebelde, sabía cómo saltarlos; nunca tuve una buena recompensa por ello, sino un padre molesto y regañón que a su manera me hacía comprender que no todo lo que yo hacía —cosas malas por lo general— requería ser premiado. Entonces era una chiquilla y no entendía, es decir, si tenía cerebro, pero soy coherente, ¿quién a la edad de 5 años comprende aquellas palabras como un bien? Por lo contrario, sentimos que nuestro padre es una bestia sin sentimientos, y eso incita a odiarlo por un tiempo, para después descubrir que verdaderamente es un héroe. En mi caso fue así: me enfadaba con mi padre, hasta detestaba su presencia, pero después se me pasaba y, a base de mi mimos y de algunas cargadas y vueltas en el aíre, me daba cuenta que él era un tipo de super héroe que se escondía bajo una personalidad malvada. Siempre me ponía a llorar por sus regaños, luego los olvidaba por sus besos y cariños. Mi padre, para mí, significa mi primer amor, la primera persona a la que deseé agradar, el primer hombre al que perdone cualquier cosa, el único al que extrañe cuando tenía que salir de viaje por su trabajo, lo máximo para alcanzar.  

  Observé a la niña y al señor alejarse para abandonar el concurrido parque, aunque la pequeña hacia torpes movimientos para liberarse de la garra de su padre, no le funcionó, se la llevaba casi arrastras

Niños corrían y jugaban. Los más chicos permanecían en los brazos de su madre, los más tímidos miraban ocultos atrás de los árboles a unos niños salvajes que comenzaban una pelea de lodo. Pronto se acercaron las madres de aquellos mocosos alteradores de la serenidad del parque. Una señora alta y elegante —que parecía ser la madre de un engendro salvaje—, detuvo el brazo de su hijo antes de que lanzara otro montón de lodo. Error. El contrincante pecoso, el rival de su hijo, fue más rápido y lanzó un puñado de lodo que aterrizo en la blusa carísima y, posiblemente, de diseñador de la señora. Sin pensarlo mucho, la señora elegante se inclinó y lleno su mano para aventárselo al pecoso oponente que se reía a carcajadas de lo sucedido. Pero falló. Y ahora la que tuvo que sufrir las consecuencias, era la madre fachosa del pecoso. Así empezó la épica pelea de medres e hijos.
Todo era lodo volador por todas partes. Unas personas que pasaban cercas tenían que esquivar a las locas y a sus hijos desubicados. Yo y mi hermano permanecíamos desde una distancia considerable para no salir manchados. Con mis piernas cruzadas sobre el pasto, comiéndome las uñas de las manos, con la incertidumbre de saber quién ganará. Por supuesto, yo apoyo al grupo de los elegantes.  

El pasado deja su huellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora