¿Qué es el futuro? Impredecible.
Cuando el ataúd va descendiendo a la fosa, aprieto el brazo de mi hermano con fuerza; tengo la seguridad que le deje marcada las uñas en la piel. No parece importarle. El padre recita una oración mientras bendícela la caja que contiene el cuerpo de mi novio. Los alaridos no se hacen esperar. Leonor se cae a la tierra de rodillas, aprieta su pecho y llora desgarradamente; grita y gime sin control. El Señor Anderson, más calmado, toma un puñado de tierra y lo hecha a la fosa; se aleja con piernas temblorosas y cae alado de su esposa. Ambos se abrazan, olvidan sus indiferencias y se tornan en melancolía por la pérdida de su único retoño. La única semilla que tenían para que heredara toda su fortuna. Sé que está mal pensar de esa forma en estos momentos, pero no puedo pensar de otra manera cuando veo que los dos se decaen. Mis padres también lloran abrazándose; quizá imaginándose cómo sería si perdieran a sus hijos, aunque me iría más por la posibilidad de que están recordando lo feliz que me hizo. Los padres son selectos en buscar parejas a sus hijos, y los míos aceptaban a Jasón.
Tres señores, más o menos corpulentos, siguen apaleando la tierra para enterrar el ataúd. Giro para ver mi entorno. En una sincronización que parece paranormal, los comensales lloran, sin excepción. Aquí solo residimos los que amamos a Jasón. Él tenía tantos seguidores; quizá no fueron buenos para demostrarlo cuando él vivía, pero ahora salen en su honor. Cuando alguien es llamado para desaparecer de la faz de la tierra, siempre es motivo de melancolía y reflexiones. A mí me llegan los pensamientos relámpagos de la constitución de nuestra relación.
Ese momento tan perfecto cuando me llamo por primera vez "cielo" (me quiero abofetear por haber pensado ridícula esa expresión alguna vez). Nunca olvidare la primera vez que me hizo suya y dejo en claro que a nadie más le pertenecería. Esas tardes de risa cuando visitaba mi casa y me compartía sus experiencias. Esos días en los que yo no tenía ganas de nada, entonces él me hacía ver que había un motivo para activarme. Todos esos regodeos de carcajadas cuando acariciaba mi cuello. Su olor a limón que se impregnaba en mi ropa; amaba cuando me desvestía y seguía oliendo a Jasón. Su voz dulcificada y con un vocabulario refinado cuando hablábamos; no fueron muchas veces en las que blasfemo en mi presencia. La textura de sus manos ásperas en la piel de mi mejilla. Nunca será olvidado cuando me dijo por primera vez "te amo" con un titubeo que parecía nervioso; su gesto cuando de alegría cuando le dije que el sentimiento era mutuo y que yo también lo amaba. Sus pómulos altos que se tornaban de un color fresa cuando le hacía propuestas incidentes, o solamente se coloraban por el placer de hacerse el adorable. Esa risilla nerviosa, que me parecía melodiosa, cuando estaba nervioso de conocer a mis familiares. O aquella vez que, en Tijuana, me prometió casarse conmigo, en una boda que cumpliría todos mis caprichos imaginados. Hace apenas un mes que me prometió jamás abandonarme, permanecer conmigo en las buenas y en las malas. Y ahora ya no estaría.
¿Qué es el futuro? Impredecible.
Nunca sabes lo que sucederá.
No debemos hacernos los listillos, porque nuestros días están contados en cronometro divino.
Quien diría que ahora despido a mi alegría.
¿Qué hago? ¿A dónde voy? ¿Qué sigue? ¿Por qué me lo quitan?
Mis pies querían echarse a correr y salir de esta loca pesadilla. Fue entonces que recordé que no, ¡No estaba durmiendo! ¡Mi Jasón había muerto!
Una fructífera cantidad de saliva paso por mi esófago. Me ahogue en mí reprimiendo de lágrimas acumuladas. Ya no podía estar tranquila. No cuando al fin me callo la cubeta helada de la realidad, que antes era una espejismo de crispamiento.
Deje de apretar con tanto fervor el brazo de mi hermano, hasta soltarlo; me tropecé con una piedra al correr a la fosa donde seguían ocultando el cajón.
– ¡Regrésame lo que es mío! –grite con liberalidad, elevando la cabeza al cielo –. ¡Regrésemelo, Dios! ¡No es tuyo! –Implore más fuerte. Mi garganta ardió al momento de pronunciarlo. Mi cuerpo temblaba al olvidar la templanza en la que me sumergía hasta hace unos instantes –. ¡Regrésamelo! –Caí de rodillas a la tierra firma, indefensa y sin fuerza para seguir tranquila. Agache la cabeza y mi cabello cubrió mi rostro. Mis hombros retemblaban por la fuerza de mis sollozos –. ¡No es tuyo! –Grite una vez más con la poca energía que me ahorraba.
No me intereso ser el centro de atención de todos. Ya no me importaba nada.
Jasón había muerto y no podía hacer nada para traerlo.
Los recuerdos buenos, con mi gladiador, me seguían nublando los pensamientos. No me podía controlar mientras seguían echando la última tierra para cubrir el foso. Mi corazón no lo sentía, era como si seguía ahí ayudándome a vivir, pero yo no lo quería conmigo. Quería arrejacármelo y evitar seguir respirando. Si, si quería morir.
Todo el asunto de la muerte siempre me causo recelo; justo ahora que lo vivía con el fallecimiento del amor de mi vida, no consentía el porqué del seguir viviendo. Jasón querría que fuera feliz; pero se equivocó al predecir que sería feliz sin él.
Alguien me toco el hombro, con sutileza, que casi fue irreconocible el palpo. Eso me dio un poco de voluntad para levantarme. En cuanto me erguí, no hubo una razón más para seguir contemplando algo que me hacía tanto daño.
Me eche a correr sin dirección alguna. Avente a la marabunta de gente que se acumulaba en llanto. No me fueron indiferentes sus miradas confundidas. Hice vista gorda a todas las lapidas que pasaba conforme el viento me despeinaba. Ese mismo aíre me hacía estremecerme. Tantos recuerdos se me cruzaban en la mente, tantos que no había cavidad el mundo para ellos. Cerré los ojos y me guíe por el instinto mientras seguía corriendo. No había una dirección en específico; solo correr es lo que me pedía mis pies y nervios. No quería ver el sol resplandeciente; creía que se burlaba de mi agonía. El cielo azul me recordaba que yo nunca sería parte de él.
– ¡René, detente! -Me refrene ante el grito de llamada. Me incline de mi cintura para arriba. Repose mis manos en mis rodillas mientras tomaba una respiración profunda. Ahora sentía mi corazón latir al máximo, y pretendía no quererle hacer caso. Pero es él, cuya presencia me calmaba como si fuera una inyección para animales salvajes.
– ¿Por qué? –Cite con rabia.
–Porque todos somos partes de un plan de vida. –Escuche sus sigilosos pasos a mi retaguardia –. Porque ahora Jasón quiere cuidarte en un lugar más tranquilo. – Me erguí y sorbí mis mocos. Aún seguía temblando y sollozando –. Porque a todos nos llega la hora de morir –.El aliento de Justin se sintió en mi oído, lo que me dio el conocimiento de saber que se había encogido a mi altura. –Porque es la ley del gozo: vienen detrás de la tristeza.
Me volví y atrape el cuello de Justin con mis brazos. Él me estrujo con mucha voluntad; sus palmas abiertas estaban en la parte baja de mi espalda. Inhale todo el aroma de su perfume enigmático; también estaba mezclado con un olor melancólico del panteón. Los recuerdos me dejaron de albergar, y tan solo me desahogue en su pecho. Ambos nos aliviamos llorando. Lo escuchaba gemir en ratos (yo también lo hacía), y me causaba un bálsamo inmenso.
Unos minutos pasaron; tiempo en el que me repose en mi amigo.
–Te quiero, René. No quiero que estés triste. –Murmuró rozando mi oreja con sus labios. Suspiré; y mis tormentos no desaparecieron, pero él me hace fuerte ante la borrasca.
–Te quiero. –Me fue posible pronunciar con voz ligera y casi inaudita.