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Estamos caminando por la carretera, hacia el cortijo del tal señor Santiago. Vamos en busca de alguna pista sobre el paradero de la abuela, y se me ocurre que es un lugar desconocido, donde en lugar de pistas quizá nos espera algún otro peligro.

Pienso que quizá sea una trampa. Que quizá allí esté... no sé, algún francotirador apuntando a la casa con su fusil, desde lejos, como en la película del Jason Bourne... O quizá por aquí mismo, apuntando hacia la carretera. Porque ahora, a la sensación de estar viviendo una película, le acompaña una especie de remordimiento. Pienso que debería haberle dicho a David que la abuela ya me esperaba, que ya nos buscará ella. Pienso que no deberíamos estar aquí.

Y caminamos totalmente al descubierto, justo por el medio de la carretera. Está desierta y no es muy ancha, y discurre recta y larga entre unos campos de trigo. Y el trigo está alto, y verde, y se mueve con el viento. Mientras camino voy mirando esos campos, y me impresiona mucho el efecto del viento en la superfície del trigo. Como de olas.

Hace mucho viento. Y hace frío.

David camina junto a mí. También lo voy mirando y le veo una vez más con la vista fija a lo lejos, hacia delante, perdida. Y al mirarle me vienen ganas de cogerle la mano. Me gustaría andar con él así, cogidos de la mano los dos, pero no me atrevo a acercarle la mía. Porque aun después de lo que hemos hecho esta noche, y sobre todo de cómo lo hemos hecho, sé que no puede haber nada entre nosotros. Pero me gustaría cogérsela, sobre todo por el frío.

Tengo frío, y no consigo evitar esa sensación de que algo no va bien.

Y también voy mirando las nubes. El cielo está cubierto de unas nubes gruesas, casi negras, que a pesar de ser de día dejan los campos en una oscura penumbra gris. Se ven sus formas con toda nitidez y se mueven mucho, de una forma... tétrica. Esas nubes me asustan.

Y oigo un trueno lejano. Va a llover. Y va a caer una buena, estoy segura. Y justo al pensarlo empiezo a oír las primeras gotas de esa lluvia, golpeando el asfalto de la carretera.

David se detiene.

─¿Volvemos a casa? ─Me pregunta.

¿A casa? ¿A qué casa se refiere? Le miro sin comprender, pero asiento con la cabeza.

Y me coge la mano. Por fin. Nos damos media vuelta y empezamos a andar en sentido contrario. No sé adónde vamos, pero le sigo sin preguntar. Estas nubes me asustan y no puedo evitarlo: Con él me siento segura.

Y a medida que andamos la lluvia se va haciendo más fuerte, hasta convertirse en un aguacero. Torrencial. Ahora oigo el rugido de esa agua al estrellarse contra la carretera, y miro el efecto que también produce con las ráfagas de viento. Son como unas ondas que se deslizan, parecidas a las olas de antes sobre el trigo, pero ahora de agua y sobre el asfalto.

Pero es como si no me mojara.

Es muy extraño: Veo el agua cayendo a raudales a nuestro alrededor, y sé que me estoy empapando. Pero David sigue andando con su mirada perdida, sin inmutarse. Y así, cogida de su mano, es como si me mojara menos. Sí: Al mirarlo vuelvo a sentirme tranquila y protegida. Y aún tengo frío, pero ya no lo noto tanto.

Llegamos a una curva a la izquierda donde terminan los campos. La carretera entra en un bosque inmenso y frondoso, y yo vuelvo a asustarme un poco. ¿Un bosque en esta zona? No recuerdo haber pasado por aquí. ¿Ya he vuelto a despistarme? ¿Cuándo hemos cambiado de carretera?

Y después de la curva otra recta larguísima entre los árboles. Caminamos un rato y pronto veo otro campo de trigo a la derecha de la carretera. También muy verde y bastante grande, pero éste no se pierde en el horizonte como los de antes. Es cuadrado y el bosque lo rodea por los otros tres lados. Y al fondo, tocando los árboles de detrás, una casa blanca.

Cuando haces según qué cosas te acaban pasando otrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora