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Sentada en un asiento de un metro, levantando la vista y viendo frente a mí la ventana, al otro lado del vagón. Detrás la negrura del túnel. La nada, el vacío. El augurio. Delante el reflejo apagado de mí, llorando en silencio junto al reflejo de David.

Y él sentado en otro asiento a mi lado. Con esa mano aún metida debajo de la axila, dentro de la cazadora que yo misma le he comprado. Y un desgarro en la cazadora. Y una camiseta clara que se le entrevé debajo. Y sangre en la camiseta.

Y una mirada, la mía, que enseguida se desvía.

No quiero verlo. Quiero odiarlo.

Y un silencio aplastante, presagio del futuro. Silencio. Soledad.


Llevamos horas cambiando de metro. Horas. Y él sólo ha dicho una cosa al entrar en el primero. Sólo una puta cosa.

─Deberías haberte quedado en ese bar.


Y salimos del último tren. Y subimos a lo que parece un parque. Ya está anocheciendo.

Y caminamos hasta una avenida, y giramos a la izquierda para seguirla. No tengo ni idea de adónde vamos, ni de por qué estoy aquí. Simplemente no sé qué hacer. Y desde que nos hemos metido en el primer metro ha sido igual: David tomando su camino, sin decir nada, y yo siguiéndole en silencio.

Al salir a ese parque, él ha llamado con su móvil.

─Estoy llegando a lo del rubio ¿Te acuerdas de lo que hablamos?

... ... ...

─Pues va a resultar que sí. Y cuando la hayan dejado que se larguen. Mejor que no haya nadie.

... ... ...

─También, pero no será para mí.

... ...

─Diles que se den prisa, veinte minutos máximo.

Y cuando ha colgado le ha abierto la carcasa al móvil, y le ha quitado la batería y la targetita. Cómo no, en plan película. Y le ha pegado un mordisco a la targetita antes de lanzarla a lo lejos, y luego ha agarrado el aparato con las dos manos, doblándolo por la mitad. Lo ha partido con toda la facilidad, como un niño rompiendo un juguete. Y lo ha tirado en una papelera.

Y nada más. Quizá está preparando otra de sus espectaculares huidas, pero no me dice nada. No sé si calla para no tener que darme explicaciones, o por su costumbre de no empezar nunca a hablar.

Me da igual, ya no quiero oírle. Sólo estoy aplazando el momento de decidir lo que hacer. Y evitando pensar que, haga lo que haga, ya no será con él. No con esa estúpida emoción. Ilusa. No con lo que parecía lo que no es. Sólo otra ingenua ilusión que se ha desvanecido. Que no he podido agarrar ni coger. Que ha huído cuando me he acercado.

Miro a mi alrededor. Al otro lado de la avenida hay unos edificios de pisos, de obra vista. Y al nuestro un campo de fútbol de tierra, y después césped y unos árboles, y más adelante un descampado que se pierde en la oscuridad. Creo que estamos en las afueras de la ciudad, pero no estoy segura. Y caminamos mucho rato por esta avenida. Muchísimo. David va despacio, y a veces parece que le cuesta. Sé que está herido pero no se queja, y yo no me acerco demasiado ni le digo nada.

Aquí. Incapaz de mirarle pero siguiéndole, caminando a su lado. Se me ha ocurrido un par de veces simplemente dar media vuelta y largarme a donde sea, dejándolo aquí. Pero no. Aplazo. Alargo estos pasos en silencio, junto a él. Y me maldigo otra vez a mí misma.

No por seguirle, sino por no tener adonde ir si me voy.

Al final se terminan los edificios del otro lado, y la avenida empieza una ligera pendiente hacia arriba. Ahora caminamos junto a una valla, por la izquierda de esa avenida. Ya es negra noche, y detrás de la valla veo los tejados de uralita de un grupo de chabolas destartaladas, que van quedando más bajas a medida que la avenida sube.

Después de la valla hay un camino a la izquierda, apenas asfaltado, que baja hasta detrás de esas chabolas. Y David lo toma.

Abajo está tan oscuro que realmente asusta: Al fondo unos árboles forman un pequeño bosque que se ve negro y siniestro, pero que deja entrever la luz de otra calle que hay más atrás, muy lejos. Las chabolas quedan a nuestra izquierda, y a la derecha hay un pequeño barranco hacia arriba, paralelo al camino.

Un minúsculo barrio de chabolas, oscuro y oculto, hundido en un capricho del terreno, por debajo del nivel de la gran capital. Y completamente desierto: Ni un coche aparcado, ni una luz encendida. Ruinoso. Abandonado. No la típica fábrica abandonada, donde terminan las películas americanas, pero da el pego.

Una de las chabolas queda frente a un montón de bidones oxidados, tirados por el suelo. Y vamos hacia allí. En la chabola hay una puerta metálica negra, muy recia. Una puerta así para una minúscula casucha blanca, que parece una caja de zapatos, con una especie de tejado plano y gris.

Y David entra.

Y yo le sigo.

Cuando haces según qué cosas te acaban pasando otrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora