CAPÍTULO I

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                                                Caída en las redes del amor

1. Llegué a Cartago, y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba el amar y con íntima indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos necesitado. Buscaba qué amar amando el amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque tenía dentro de mí hambre del interior alimento, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta hambre no la sentía yo tal; antes estaba sin apetito alguno de los manjares incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía.

Y por eso no se hallaba bien mi alma, y, llagada, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente con el contacto de las realidades sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no serían ciertamente amadas.

Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo del amante. De este modo manchaba la vena de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su candor con los vapores tartáreos de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.

Caí también en el amor en que deseaba ser atrapado. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta hiel no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué privadamente al vínculo del placer, y me dejé atar alegre con ligaduras trabajosas, para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora