Su estado de ánimo en este tiempo
18. Me restableciste, pues, de aquella enfermedad y salvaste al hijo de tu sierva por entonces, en cuanto al cuerpo, para tener a quién dar después una mejor y más segura salud. En Roma me juntaba con los que se decían santos, engañados y engañadores; porque no sólo yo trataba con los oyentes, de cuyo número era el huésped de la casa en que yo había caído enfermo y convalecido, sino también con los que llaman electos.
Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confesar, cuando había obrado mal, mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti era contra quien yo pecaba. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé qué ser extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Pero, en verdad, yo era todo aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de mi pecado era que no me tenía por pecador, deseando más mi execrable iniquidad que tú fueras vencido por mí en mí para mi perdición, que no serlo yo por ti para mi salvación. Porque todavía no habías puesto guardia a mi boca ni puerta que cerrase mis labios para que mi corazón no declinase a las malas palabras ni buscase excusa a mis pecados entre los hombres que obran la iniquidad, y ésta era la razón por que alternaba con los electos de los maniqueos. Pero, desesperando ya de poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no hallar algo mejor, las profesaba ya con tibieza y negligencia.
19. Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que llaman académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre. Así me pareció entonces que habían claramente sentido, según se cree vulgarmente, por no haber todavía entendido su intención.
En cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención sobre la excesiva credulidad que vi tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los libros maniqueos. Con todo, usaba más familiarmente de la amistad de los que eran de la secta que de los otros hombres que no pertenecían a ella. No defendía ya ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su familiaridad —en Roma había muchos de ellos ocultos— me hacía extraordinariamente perezoso para buscar otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu Iglesia, ¡oh Señor de cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e invisibles!, de la cual aquéllos me apartaban, por parecerme cosa muy torpe creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por los contornos corpóreos de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar en mi Dios no sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera existir lo que no fuese tal, de ahí la causa principal y casi única de mi inevitable error.
20. De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal [corpórea] y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban tierra; ya tenue y sutil, como el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y como la piedad, por poca que fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear naturaleza alguna mala, las imaginaba como dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque menor la mala y mayor la buena; y de este principio pestilencial se me seguían los otros sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era rechazado, porque no era fe católica aquella que yo imaginaba. Y me parecía ser más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí tus misericordias, en creerte infinito por todas partes, a excepción de aquella por que se te oponía la masa del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las formas del cuerpo humano.
También me parecía ser mejor creer que no habías creado ningún mal —el cual aparecía a mi ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no poder imaginar al espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los espacios— que creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba, procedía de ti.
Al mismo Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido de aquella masa lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de Él sino lo que mi vanidad me sugería.
Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya no podía nacer de la Virgen María sin mezclarse con la carne, ni veía cómo podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y así temía creerle nacido en la carne, por no verme obligado a creerle manchado con la carne.
Sin duda, estoy viendo que tus [personas] espirituales sonreirán ahora amable y comprensivamente al leer estas mis Confesiones; pero, realmente, así era yo.
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LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
Não FicçãoEs un libro autobiográfico de Agustín de Hipona, conocido también como san Agustín o, en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis ,es un santo, padre y doctor de la Iglesia católica, llamado también el «Doctor de la Gracia» fue el máximo pensador de...