El éxtasis de Ostia
23. Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida —que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos—, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidándonos de lo pasado y proyectándonos hacia lo por venir, inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió. Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente —de la fuente de vida que está en ti— para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.
24. Y como llegara nuestra plática a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.
Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, allí donde la vida es Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella pasado ni futuro, sino solo presente, por ser eterna, ya que lo que ha sido o será no es eterno.
Y mientras estamos hablando y suspirando por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón (toto ictu cordis); y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas.
25. Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun el alma misma callase y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando —puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente—; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el Entra en el gozo de tu Señor? Pero ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos, bien que no todos seamos inmutados?
26. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas —y a medida que hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus deleites—, ella me dijo:
Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?
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LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
No FicciónEs un libro autobiográfico de Agustín de Hipona, conocido también como san Agustín o, en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis ,es un santo, padre y doctor de la Iglesia católica, llamado también el «Doctor de la Gracia» fue el máximo pensador de...