CAPÍTULO III

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Camino del retiro de Casiciaco

5. Se consumía de pena Verecundo por este nuestro bien, porque veía que iba a tener que abandonar nuestra compañía a causa de los vínculos [matrimoniales] que le aprisionaban muy tenazmente. Aunque no cristiano, estaba casado con una mujer creyente; mas precisamente en ella hallaba el mayor obstáculo que le retraía de entrar en la senda que habíamos emprendido nosotros, pues no quería ser cristiano, decía, de otro modo de aquel que le era imposible.

Muy generosamente, sin embargo, nos ofreció vivir en su finca, para cuanto tiempo estuviésemos allí. Tú, Señor, le retribuirás el día de la retribución de los justos con la gracia que ya le concediste. Porque estando nosotros ausentes, ya en Roma, atacado de una enfermedad corporal y hecho en ella cristiano y creyente, salió de esta vida. De este modo tuviste misericordia no sólo de él, sino también de nosotros para que, cuando pensásemos en el gran rasgo de generosidad que tuvo con nosotros este amigo, no nos viésemos traspasados de un insufrible dolor por no poder contarle entre los de tu grey.

Gracias te sean dadas, ¡oh Dios nuestro! Tuyos somos; tus exhortaciones y consuelos lo indican. ¡Oh fiel cumplidor de tus promesas!, da a Verecundo en pago de la estancia de su quinta de Casiciaco, en la que descansamos en ti de las congojas del siglo, la amenidad de tu paraíso eternamente verde, porque le perdonaste los pecados sobre la tierra en el monte cáseo, monte tuyo, monte fértil.

6. Se angustiaba entonces Verecundo, como digo, pero se alegraba Nebridio con nosotros. Porque, aunque también éste —no siendo aún cristiano— había caído en el hoyo del pernicioso error de creer fantástica la carne de la Verdad, tu Hijo, ya, sin embargo, había salido de él, aunque permanecía sin imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu Iglesia, bien que investigador apasionado de la verdad.

No mucho después de nuestra conversión y regeneración por tu bautismo, también él [Nebridio] se hizo al fin católico fiel, sirviéndote a ti junto a los suyos en África en castidad y continencia perfectas; y después de haberse convertido a la fe cristiana por su medio toda su casa, le libraste de los lazos de la carne, viviendo ahora en el seno de Abraham, sea lo que fuere lo que por dicho seno se significa. Allí vive mi Nebridio, dulce amigo mío y, de liberto que era, hijo adoptivo tuyo. Allí vive —porque ¿qué otro lugar convenía a un alma tal?—, allí vive, de donde solía preguntarme muchas cosas a mí, hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi boca, sino que pone su boca espiritual a tu fuente y bebe cuanto puede de la sabiduría según su avidez, sin término feliz. Pero no creo que así se embriague de ella que se olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de nosotros.

Así, pues, nos hallábamos, por una parte, consolando a Verecundo, que, sin daño de la amistad, se sentía triste de aquella nuestra conversión, exhortándole a la fe en su estado, esto es, en su vida conyugal; por otra, esperando a Nebridio a ver si nos seguía, que tan fácilmente lo podía y estaba ya casi a punto de hacerlo, cuando he aquí que por fin transcurrieron aquellos días, que me parecieron muchos y largos por el deseo de una libertad desocupada, para cantarte a ti de la medula de mis huesos: A ti dijo mi corazón: Busqué tu rostro, tu rostro, Señor, buscaré.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora