Lucha decisiva entre el espíritu y la carne
25. Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.
Y me decían a mí mismo interiormente: «¡Ea!, sea ahora, sea ahora»; y ya casi: pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso.
26. Me retenían frivolidades de frivolidades y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías, tirándome del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: «¿Nos dejas?» Y «¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?» Y «¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?»
¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh, qué suciedades me sugerían, qué indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista.
Hacían, sin embargo, que yo, vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: «¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?».
27. Pero esto lo decía ya muy tibiamente. Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y adonde temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y no vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de buenos ejemplos.
Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor!
Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas, que él no se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y sanará».
Y me llenaba de muchísima vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas frivolidades y, vacilante, permanecía suspenso. Pero de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra, a fin de que sean mortificados. Ellos te hablan de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios.
Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada emoción.
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LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
No FicciónEs un libro autobiográfico de Agustín de Hipona, conocido también como san Agustín o, en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis ,es un santo, padre y doctor de la Iglesia católica, llamado también el «Doctor de la Gracia» fue el máximo pensador de...