Tiranía de la mala costumbre
10. Pero apenas me refirió tu siervo Simpliciano estas casas de Victorino, me encendí yo en deseos de imitarle, como que con este fin me las había también él narrado. Pero cuando después añadió que en tiempos del emperador Juliano, por una ley dada, se prohibió a los cristianos enseñar literatura y oratoria, y que aquél acatando dicha ley, prefirió más abandonar la verbosa escuela que dejar a tu Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños que aún no hablan, no me pareció tan valiente como afortunado por haber hallado ocasión de consagrarse a ti, cosa por la que yo suspiraba, ligado no con hierros extraños, sino por mi férrea voluntad.
Mi voluntad estaba en manos del enemigo, y de ella había hecho una cadena con la que me tenía aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace la pasión, y de la pasión obedecida procede la costumbre, y de la costumbre no contradicha proviene la necesidad; y con estos a modo de anillos enlazados entre sí —por lo que antes llamé cadena— me tenía aherrojado en dura esclavitud. Porque la nueva voluntad que había empezado a nacer en mí de servirte gratuitamente y gozar de ti, ¡oh Dios mío!, único gozo cierto, todavía no era capaz de vencer la primera, que con los años se había hecho fuerte. De este modo las dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban entre sí y discordando destrozaban mi alma.
11. Así vine a entender por propia experiencia lo que había leído de cómo la carne apetece contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, estando yo realmente en ambos, aunque más yo en aquello que aprobaba en mí que no en aquello que en mí desaprobaba; porque en aquello había ya más de no yo, puesto que en su mayor parte más padecía contra mi voluntad que obraba queriendo.
Con todo, de mí mismo provenía la costumbre que prevalecía contra mí, porque queriendo había llegado a donde no quería. Y ¿quién hubiera podido replicar con derecho, siendo justa la pena que se sigue al que peca?
Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía, despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la verdad; porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos.
12. De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo —y a juicio de todos es mejor velar que dormir—, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.
Ya no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará Cristo; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas: «Ahora... enseguida... un poquito más». Pero este «ahora» no tenía término y este «poquito más» se iba prolongando.
En vano me deleitaba en tu Ley, según el hombre interior, luchando en mis miembros otra ley contra la ley de mi espíritu, y teniéndome cautivo bajo la ley del pecado existente en mis miembros. Porque ley del pecado es la fuerza de la costumbre, por la que es arrastrado y retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo castigo de haberse dejado caer en ella voluntariamente.
¡Miserable, pues, de mí!, ¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia, por Cristo nuestro Señor?
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LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
Não FicçãoEs un libro autobiográfico de Agustín de Hipona, conocido también como san Agustín o, en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis ,es un santo, padre y doctor de la Iglesia católica, llamado también el «Doctor de la Gracia» fue el máximo pensador de...