CAPÍTULO IX

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    El cielo y la tierra hechos en el Verbo maravilloso que nos habla

11. En este Principio, ¡oh Dios!, hiciste el cielo y la tierra, en tu Verbo, en tu Hijo, en tu Virtud, en tu Sabiduría, en tu Verdad, hablando de modo admirable y obrando de igual modo. ¿Quién será capaz de comprender, quién de explicar, qué sea aquello que fulgura a mi vista y hiere mi corazón sin lesionarle? Me siento horrorizado y enardecido: horrorizado, por la desemejanza con ella; enardecido, por la semejanza con ella. La Sabiduría, la Sabiduría misma es la que fulgura a mi vista, rompiendo mi niebla, que otra vez me cubre, desfallecido por aquel cúmulo caliginoso de mis miserias; porque de tal modo se debilitó en la pobreza mi vigor, que no puedo soportar a mi bien, hasta que tú, Señor, que te hiciste propicio a todos mis pecados, sanes también todas mis languideces, porque redimirás de la corrupción mi vida y me coronarás en miseración y misericordia, y saciarás con bienes mi deseo, porque será renovada mi juventud como la del águila. Porque por la esperanza fuimos hechos salvos y esperamos con paciencia tus promesas.

Que te oiga cuando hablas interiormente el que pueda; que yo confiadamente clamaré, conforme a tu oráculo: ¡Qué excelsas son tus obras, Señor; todas las has hecho con sabiduría! Este es el principio, y en este principio hiciste el cielo y la tierra.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora