CAPÍTULO III

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       Un médico le cura de su afición a la astrología

  4. Así, pues, no cesaba yo de consultar a aquellos embusteros llamados matemáticos, porque en sus adivinaciones no sacrificaban vidas ni dirigían conjuro alguno a ningún espíritu, lo que también, sin embargo, condena y rechaza con razón la piedad cristiana y verdadera. Porque lo bueno es confesarte a ti, Señor, y decirte: Ten misericordia de mí y sana mi alma, porque ha pecado contra ti, y no abusar de tu indulgencia para pecar más libremente, sino tener presente la sentencia del Señor: He aquí que has sido ya sanado; no quieras más pecar, no sea que te suceda algo peor. Palabras cuya eficacia pretenden destruir los astrólogos diciendo: «De los cielos viene la necesidad de pecar», y «esto lo hizo Venus, Saturno o Marte», y todo para que el hombre, que es carne y sangre y soberbia podredumbre, quede sin culpa y sea atribuida al creador y ordenador del cielo y las estrellas. ¿Y quién es éste, sino tú, Dios nuestro, suavidad y fuente de justicia, que das a cada uno según sus obras y no desprecias al corazón contrito y humillado?

 5. Había por aquel tiempo un sabio varón, peritísimo en el arte médica y muy celebrado en ella, quien, siendo procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona agonística, aunque no como médico, pues de aquella debilidad mía sólo podías sanarme tú, que resistes a los soberbios y das gracias a los humildes.

No obstante, ¿dejaste por ventura de mirar por mí por medio de aquel anciano o desististe tal vez de curar mi alma? Lo digo porque, habiéndome familiarizado mucho con él y asistiendo asiduo y como colgado de sus discursos, que eran agradables y graves no por la elegancia de su lenguaje, sino por la vivacidad de sus sentencias, como coligiese de mi conversación que estaba dado a los libros de los genetlíacos o astrólogos, me amonestó benigna y paternalmente que los dejase y no gastara inútilmente en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas útiles, añadiendo que también él se había aprendido aquel arte, hasta el punto de querer tomarla en los primeros años de su edad como una profesión para ganarse la vida, puesto que, si había entendido a Hipócrates, lo mismo podía entender aquellos libros; pero que al fin había dejado aquellos estudios por los de la medicina, no por otra causa que por haberlos descubierto falsísimos y no querer, a fuer de hombre serio, buscar su sustento engañando a los demás. «Pero tú —me decía—, que tienes de qué vivir entre los hombres con tu clase de retórica, sigues este engaño no por apremios de dinero sino por libre curiosidad. Razón de más para que me creas lo que te he dicho, pues cuidé de aprenderla tan perfectamente que quise vivir de su ejercicio solamente».

Pero como yo le preguntara por qué causa muchas de las cosas que pronostica dicha ciencia resultan verdaderas, me respondió como pudo que la fuerza de la suerte está dispersa por las cosas de la Naturaleza. «Porque —decía él— si a veces, consultando uno las páginas de un poeta cualquiera, se encuentra con un verso que, no obstante pensar el poeta en cosas muy distintas cuando lo compuso, responde, sin embargo, de modo admirable al asunto que trae entre manos, tampoco tiene nada de extraño que el alma humana, movida de superior instinto, sin saber ella lo que pasa en sí, diga no por arte sino por suerte, alguna cosa que responda a los hechos y negocios del que pregunta».

6. Y esto, Señor, me lo procuró aquél [Vindiciano], o más bien me lo procuraste tú por medio de él y delineaste en mi memoria lo que yo mismo más tarde debía buscar. Pero entonces ni éste ni mi carísimo Nebridio, joven adolescente muy bueno y muy casto, que se burlaba de todo aquel arte de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales cosas, porque me movía más la autoridad de aquellos autores y no había hallado aún un argumento cierto, cual yo lo deseaba, que me demostrara sin ambigüedad que las cosas que salen verdaderas a los astrólogos les salen así por suerte o casualidad y no por arte de la observación de los astros. 

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora