CAPÍTULO VI

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Visita y relatos de Ponticiano

13. También narraré de qué modo me libraste del vínculo del deseo de unión sexual, que me tenía muy cautivo, y de la servidumbre de los negocios mundanos, y confesaré tu nombre, ¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío. Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente y todos los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia, cuanto me dejaban libre los negocios, bajo cuyo peso gemía.

Conmigo estaba Alipio, libre de la ocupación de los jurisconsultos después de la tercera asistencia jurídica, aguardando a quién vender de nuevo sus consejos, como yo vendía la facultad de hablar, si es que alguna se puede comunicar con la enseñanza.

Nebridio, en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando en la enseñanza a nuestro íntimo y común amigo Verecundo, ciudadano y gramático de Milán, que deseaba con vehemencia y nos pedía, a título de amistad, un fiel auxiliar de entre nosotros, del que estaba muy necesitado.

No fue, pues, el interés [económico] lo que movió a ello a Nebridio —que mayor lo podría obtener si quisiera ejercer la docencia literaria—, sino que no quiso este amigo dulcísimo y complaciente en extremo desechar nuestro ruego en obsequio a la amistad. Su actuación docente era muy moderada, huyendo de ser conocido de los grandes personajes del mundo, evitando con ello toda preocupación de espíritu, que él quería tener libre y lo más desocupado posible para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.

14. Pero cierto día que estaba ausente Nebridio —no sé por qué causa— vino a vernos a casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, conciudadano nuestro por africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros.

Nos sentamos a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Lo tomó, lo abrió, y resultó ser, muy sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.

Y como yo le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que como él advirtiera, se detuvo en la narración, dándonos a conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia.

Estupefactos quedamos oyendo tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.

15. De aquí pasó Ponticiano a hablarnos de las comunidades que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos. Y aún en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenas hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos.

Alargaba Ponticiano la conversación y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos y en silencio. Y de una cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta ocasión —no sé la fecha—, estando en Tréveris, salió él con tres compañeros, mientras el emperador se hallaba en los juegos circenses de la tarde, a dar un paseo por los jardines contiguos a las murallas, y que allí pasearon juntos de dos en dos al azar, uno con él por un lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.

Caminando éstos sin rumbo fijo, vinieron a dar en una choza en la que habitaban ciertos siervos tuyos, pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos. En ella hallaron un códice que contenía escrita la «Vida de san Antonio », la cual comenzó a leer uno de ellos, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar, mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del mundo, servirte a ti solo.

Eran estos dos cortesanos de los llamados agentes de negocios. Lleno entonces repentinamente de un amor santo y casto pudor, airado contra sí y fijos los ojos en su compañero, le dijo:

Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con todos estos nuestros trabajos? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el fin de nuestra milicia? ¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y aun en esto mismo, ¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no hay que pasar para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo sucederá? En cambio, si quiero, ahora mismo puedo ser amigo de Dios.

Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva vida, volvió los ojos al libro y leía y se mudaba interiormente, donde tú le veías, y se desnudaba su espíritu del mundo, como luego se vio. Porque mientras leyó y se agitaron las olas de su corazón, lanzó algún bramido que otro, y discernió y decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo:

Yo he roto ya con aquella nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y esto lo quiero comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no quieres imitarme, no quieras contrariarme.

Respondió éste que «quería juntársele y ser compañero de tanta merced y tan gran milicia». Y ambos tuyos ya comenzaron a edificar la torre evangélica con las justas expensas de dejarlo todo y seguirte.

Entonces Ponticiano y su compañero, que paseaban por otra parte de los jardines, buscándoles, dieron también en el mismo lugar, y encontrados les advirtieron que retornasen, que era ya el día vencido. Entonces ellos, al referirles su determinación y propósito y el modo cómo había nacido y confirmado en ellos tal deseo, les pidieron que, si no se les querían asociar, no les hicieran oposición. Pero éstos [Ponticiano y compañero], en nada mudados de lo que antes eran, se lamentaron a sí mismos, según decía, y les felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus oraciones; y poniendo su corazón en la tierra se volvieron a palacio; pero aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron en la chabola. Y los dos tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron también su virginidad.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora