CAPÍTULO XIV

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Escuchando a Ambrosio abandona el maniqueísmo y se hace catecúmeno

24. Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía —era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti—, veníanse a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban las cosas que despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que decía de verdadero; mas esto por grados.

Porque, primeramente, empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe católica —en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques de los maniqueos— podía afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del Viejo Testamento, que, interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así, pues, declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la ley y los profetas.

Mas no por eso me parecía que debía seguir el partido de los católicos, porque también el catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes elocuentemente, y no de modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me parecía que debía condenar lo que antes tenía porque las defensas fuesen iguales. Y así, si por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía vencedora.

25. Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi alma; pero no podía.

Sin embargo, considerando y comparando más y más lo que los filósofos habían sentido acerca del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza, que es objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran mucho más probables las doctrinas de éstos que no las de aquéllos [maniqueos]. Así que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta, a la que anteponía ya algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no quería encomendar de ningún modo la curación de las lacerías de mi alma por no hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo.

En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que me había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto a donde dirigir mis pasos.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora