CAPÍTULO VII

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        Nueva discusión sobre el problema del mal

11. Ya me habías sacado, Ayudador mío de aquellas ligaduras; y aunque buscaba el origen del mal y no hallaba su solución, mas no permitías ya que las olas de mi razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de juzgarles a todos y que has puesto el camino de la salud humana, en orden a aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y Señor nuestro, y en las Santas Escrituras, que recomiendan la autoridad de tu Iglesia católica.

Puestas, pues, a salvo estas verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma, buscaba lleno de ardor de dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran aquellos de mi corazón!, ¡qué gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no lo sabía. Y como en silencio te buscara yo fuertemente, grandes eran las voces que elevaban hacia tu misericordia las tácitas contriciones de mi alma.

Tú sabes lo que yo padecía, no ninguno de los hombres. Porque ¿cuánto era lo que mi lengua comunicaba a los oídos de mis más íntimos familiares? ¿Acaso percibían ellos todo el tumulto de mi alma, para declarar el cual no bastaban ni el tiempo ni la palabra? Sin embargo, hacia tus oídos se encaminaban todos los rugidos de los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo; pero no estaba contigo la lumbre de mis ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera; ella no ocupaba lugar alguno y yo fijaba mi atención en las cosas que ocupan lugar, por lo que no hallaba en ellas lugar de descanso ni me acogían de modo que pudiera decir: «¡Basta! ¡Está bien!»; ni me dejaban volver adonde me hallase suficientemente bien. Porque yo era superior a estas cosas, aunque inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para mí sometido a ti, así como tú sujetaste a mí las cosas que criaste inferiores a mí. Y éste era el justo temperamento y la región media de mi salud: que permaneciese a imagen tuya y, sirviéndote a ti, dominase mi cuerpo. Pero habiéndome yo levantado soberbiamente contra ti y corrido contra el Señor teniendo como escudo mi dura cerviz estas cosas débiles se pusieron también sobre mí y me oprimían y no me dejaban un momento de descanso ni de respiración.

Cuando yo las miraba me salían al encuentro amontonada y confusamente de todas partes; mas cuando pensaba en ellas se me oponían las mismas imágenes de los cuerpos a que me retirase, como diciéndome: «¿Adónde vas, indigno y sucio?» Pero estas cosas habían crecido en mí a causa de mi llaga, porque me humillaste como a un soberbio herido y me hallaba separado de ti por mi hinchazón, y mi rostro, hinchado en extremo, no dejaba a mis ojos ver.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora