CAPÍTULO II

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El ejemplo similar de Mario Victorino

3. Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre en la colación de la gracia bautismal del entonces obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente como a padre. Le conté los asendereados pasos de mi error; pero cuando le dije haber leído algunos libros de los platónicos, que Victorino, retórico en otro tiempo de la ciudad de Roma había vertido a la lengua latina —y del cual había oído decir que había muerto cristiano—, me felicitó por no haber dado con las obras de otros filósofos, llenas de falacias y engaños, según los elementos de este mundo, sino con éstos en los cuales se insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.

Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este doctísimo anciano —peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había leído y juzgado tantas obras de filósofos—, maestro de tantos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano (honor que los ciudadanos de este mundo tienen por lo sumo); venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando «propicios» ya «a los dioses monstruos de todo género y a Anubis el ladrador», que en otro tiempo «habían empuñado las armas contra Neptuno y Venus y contra Minerva», y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la cruz.

4. ¡Oh Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y descendiste tocaste los montes y humearon, ¿de qué modo te insinuaste en aquel corazón?

En palabras de Simpliciano, Mario leía la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino de modo confidencial y familiarmente: «¿Sabes que ya soy cristiano?». A lo cual respondía Simpliciano: «No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo». Y Victorino replicaba bromeando: «Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?». Y esto de que «ya era cristiano» lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél «la broma de las paredes».

Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que desde la cima de su babilónica [pagana] dignidad, como cedros del Líbano aún no quebrantados por el Señor, habían de caer sobre él sus terribles enemistades. Pero después que, leyendo y suplicando ardientemente, se hizo fuerte y temió ser «negado por Cristo delante de sus ángeles si él temía confesarle delante de los hombres y le pareció que era hacerse reo de un gran crimen avergonzarse de «los sacramentos de humildad» de tu Verbo, no avergonzándose de «los sagrados sacrilegios» de los soberbios demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había recibido, se avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a Simpliciano, según éste mismo contaba: «Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano» Este, no cabiendo en sí de alegría, se fue con él, quien, una vez instruido en los primeros sacramentos de la religión, «dio su nombre» para ser —no mucho después— regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de la Iglesia (mirante Roma, gaudente Ecclesia). Le veían los soberbios y se llenaban de rabia, rechinaban sus dientes y se consumían; pero tu siervo había puesto en el Señor Dios su esperanza y no atendía a las vanidades y locuras engañosas.

5. Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras retenidas de memoria y desde un lugar más elevado), ofrecieron los sacerdotes a Victorino —decía Simpliciano— que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza. Pero él prefirió confesar su salvación en presencia del pueblo santo. Porque ninguna salvación había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus discursos!

Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos, unos a otros, cada cual según le iba conociendo, murmuraban su nombre con un murmullo de gratulación —y ¿quién había allí que no le conociera?— y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban: «Victorino, Victorino ». Presto gritaron por la alegría de verle, y presto callaron por el deseo de oírle. Hizo la profesión de la verdadera fe con gran entereza, y todos querían abrazarle dentro de sus corazones, y realmente le abrazaban amándole y gozándose de él, ya que el amor y el gozo eran las manos que lo abrazaban.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora