CAPÍTULO XXXVI Y CAPÍTULO XXXVII

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    Las tentaciones de la soberbia

58. ¿Acaso habremos de contar también esto entre las cosas despreciables? ¿O hay algo que puede reducirnos a esperanza, si no es tu conocida misericordia, puesto que has comenzado a mudarnos? Ante todo, tú sabes en qué medida me has mudado, sanándome primeramente del apetito de venganza, para serme después propicio en todas las demás iniquidades mías, y sanar todas mis dolencias, y redimir mi vida de la corrupción, y coronarme con misericordia, y saciar de bienes mi deseo, tú que reprimiste mi soberbia con tu temor y domaste mi cerviz con tu yugo, el cual llevo ahora y me es suave, porque así lo prometiste y has cumplido. En realidad así era, y yo no lo sabía, cuando temía someterme a él.

59. Pero ¿por ventura, Señor —tú, el único que dominas sin altivez, porque eres el único verdadero Señor que no tiene señor—, por ventura me ha dejado o puede dejarme durante toda esta vida este tercer género de tentación, que consiste en querer ser temido y amado de los hombres no por otra cosa sino por conseguir de ello un gozo que no es gozo? ¡Mísera vida es y fea jactancia!

De aquí proviene principalmente el que no se te ame ni tema castamente, y tú resistas a los soberbios y des tu gracia a los humildes, y truenes contra las ambiciones del siglo, y se estremezcan los fundamentos de los montes.

Pero, como quiera que por ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario ser amados y temidos de los hombres, insiste el adversario de nuestra verdadera felicidad sembrando en todas partes como lazos estas palabras: «¡Bien, bien!», para que, mientras las recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos de poner en tu verdad nuestro gozo y lo pongamos en la falsedad de los hombres, y nos agrade el ser amados y temidos no por motivo tuyo, sino en tu lugar; y de esta manera, hechos semejantes a nuestro adversario, nos tenga consigo no para concordia de la caridad, sino para ser consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede en el aquilón, a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por caminos perversos y torcidos.

Nosotros, empero, Señor, somos tu pequeña grey. Tú nos posees. Extiende tus alas para que nos refugiemos bajo ellas. Tú serás nuestra gloria. Por ti seamos amados y tu palabra sea temida en nosotros. Quien quiere ser alabado de los hombres vituperándole tú, no será defendido de los hombres cuando tú le juzgues, ni asimismo liberado cuando tú le condenes. Pero cuando no es el pecador el que es alabado en los deseos de su alma ni es bendecido el que obra la iniquidad, sino que el hombre es objeto de alabanza por algún don que le has concedido, si se alegran más de que le alaben que de poseer ese don que le hace acreedor de las alabanzas, también apetece las alabanzas humanas vituperándole tú. Así es mejor el alabador que el alabado, pues aquel mostró su deferencia hacia el don de Dios, mientras que éste se complació más del don del hombre que del de Dios.

 El halago de la alabanza humana

60. Diariamente somos tentados, Señor, con semejantes tentaciones, y somos tentados sin cesar. Nuestro horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos mandas que seamos también en este orden continentes; da lo que mandas y manda lo que quieras. Tú tienes conocidos sobre este punto los gemidos de mi corazón dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos . Porque no puedo fácilmente saber cuánto me he limpiado de esta lepra, y temo mucho mis pecados ocultos, patentes a tus ojos, pero no a los míos. Porque en cualquier otro género de tentaciones tengo yo facultad de examinarme a mí mismo, pero en éste es casi nula. Porque en orden a los deleites de la carne y a la vana curiosidad de conocer, veo bien cuánto he aprovechado al tener que refrenar mi alma, cuando carezco de tales cosas por voluntad o por necesidad. Porque entonces yo mismo me pregunto cuándo me es más o menos molesto carecer de ellas.

En cuanto a las riquezas, que son deseadas para servicio de una de estas tres concupiscencias, o de dos de ellas, o de todas, si el alma no puede percibir si las desprecia poseyéndolas, puede hacer prueba de sí abandonándolas. Pero, en orden a la alabanza, ¿acaso, para carecer de ella y así experimentar lo que podemos en este punto, hemos de vivir mal y tan perdidamente y con tanta crueldad que todo el que nos conozca nos deteste? ¿Qué mayor locura puede decirse ni pensarse?

Pero si la alabanza suele y debe ser compañera de la vida buena y de las buenas obras, no debemos abandonar ni la vida buena ni su compañero la alabanza. Sin embargo, yo ignoro si puedo llevar con igualdad de ánimo o de mala gana la carencia de alguna cosa, hasta ver que me falta.

61. Pues ¿qué es, Señor, lo que te confieso en este género de tentación? ¿Qué, sino que me deleito en las alabanzas? Pero, sin duda alguna, me deleita más la verdad que las alabanzas; pero si me propusiesen qué quería más: ser loco furioso y desatinado en todo y ser alabado de todos los hombres, o estar cabal y certísimo de la verdad, y ser vituperado de todos, ya veo lo que elegiría.

Con todo, yo no quisiera que la aprobación ajena aumentase el gozo de cualquier bien mío. Pero de hecho no sólo lo aumenta, lo confieso, sino que también la vituperación lo disminuye. Y cuando me siento turbado con esta miseria mía, luego me sale al paso una excusa, que tú sabes, ¡oh Dios!, lo que vale, porque a mí me trae perplejo. Porque habiéndonos mandado tú no sólo la continencia, esto es, de qué cosas debemos cohibir el amor, sino también la justicia, esto es, en qué lo debemos poner, y queriendo no sólo que te amásemos a ti, sino también al prójimo, sucede muchas veces que parezco deleitarme del provecho o esperanza del prójimo, cuando me deleito con la alabanza del que ha entendido bien, y a su vez contristarme con su mal, cuando le oigo vituperar lo bueno que ignora.

Porque también me contristo algunas veces con las alabanzas, cuando o alaban en mí aquellas cosas en que yo me desagrado o estiman algunos bienes pequeños y leves míos más de lo que debieran serlo.

Pero a su vez, ¿de dónde sé yo si el sentirme así afectado es porque no quiero que disienta de mí, respecto de mí, el que me alaba, no porque me mueva su utilidad, sino porque los mismos bienes que veo con agrado en mí me son más gratos cuando agradan también a otros? Porque, en cierto modo, no soy yo alabado cuando no es aprobado mi juicio respecto de mí, puesto que o alaban cosas que a mí me desagradan o alaban más las que a mí me agradan menos. ¿Luego también en esto ando incierto de mí?

62. He aquí que veo en ti, ¡oh Verdad!, que no debían moverme mis alabanzas por causa de mí, sino por utilidad del prójimo, y no sé si tal vez es así; pues en este asunto me soy menos conocido a mí que tú. Yo te suplico, Dios mío, que me des a conocer a mí mismo, para que pueda confesar a mis hermanos, que han de orar por mí, cuanto hallare en mí de malo. Me examinaré, pues, nuevamente con más diligencia.

Pero si es la utilidad del prójimo la que me mueve en mis alabanzas, ¿por qué me muevo menos cuando es vituperado injustamente un extraño que no cuando lo soy yo? ¿Por qué me hiere más la contumelia lanzada contra mí que la que en mi presencia se lanza con la misma iniquidad contra otro? ¿Acaso ignoro también esto? ¿Había de faltar esto para engañarme a mí mismo y no realizar la verdad en tu presencia, ni con el corazón ni con la lengua?

Aleja, Señor, de mí semejante locura, para que mi boca no sea para mí el óleo del pecador con que unja mi cabeza.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora