CAPÍTULO XLIII

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   Cristo—Jesús, único y verdadero Mediador

68. Pero el verdadero Mediador, a quien por tu secreta misericordia revelaste a los humildes y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen hasta la misma humildad, aquel Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció entre los pecadores mortales y el Justo Inmortal, mortal con los hombres, justo con Dios, para que, pues el estipendio de la justicia es la vida y la paz, por razón de la justicia que tiene de común con Dios, destruyese en los impíos justificados por él, la muerte, que quiso tener de común con ellos. Este Mediador fue mostrado a los antiguos santos 49 para que fuesen salvos por la fe en su pasión futura, como nosotros lo somos por la fe en la ya pasada. Porque en tanto es Mediador en cuanto Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser intermediario, por ser igual a Dios, Dios en Dios y juntamente con él un solo Dios.

69. ¡Oh cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, impíos! ¡Oh cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, quien no tenía por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los muertos, teniendo potestad para dar su vida y para nuevamente recobrarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y naciendo de ti para servirnos a nosotros.

Con razón tengo yo gran esperanza en él de que sanarás todas mis dolencias por su medio, porque el que está sentado a tu diestra te suplica por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son las dolencias, sí; muchas y grandes son, aunque más grande es tu Medicina. De no haberse hecho tu Verbo carne y habitado entre nosotros, con razón hubiéramos podido juzgarle apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros.

70. Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos.

He aquí, Señor, que deposito en ti mis preocupaciones, a fin de que viva y pueda considerar las maravillas de tu ley. Tú conoces mi ignorancia y mi debilidad: enséñame y sáname. Aquel tu Unigénito en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, me redimió con su sangre. No me calumnien los soberbios, porque pienso en el precio de mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo, y, pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que lo comen y son saciados. Y alabarán al Señor quienes le buscan.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora