Miserias y juegos de la infancia
14. ¡Oh Dios mío, Dios mío! Y ¡qué de miserias y engaños no experimenté aquí cuando se me proponía a mí, niño, como norma de buen vivir la obediencia a mis preceptores para brillar en este mundo y sobresalir en las artes de la lengua, con las cuales después pudiese lograr honras humanas y falsas riquezas! A este fin me pusieron a la escuela para que aprendiera las letras, en las cuales ignoraba yo, infeliz de mí, lo que había de utilidad. Con todo, si era perezoso en aprenderlas, era azotado, sistema alabado por los mayores, muchos de los cuales, que llevaron este género de vida antes que nosotros, nos trazaron caminos tan trabajosos, por los que se nos obligaba a caminar, multiplicando así el trabajo y dolor a los hijos de Adán.
Pero dimos por fortuna con hombres que te invocaban, Señor, y aprendimos de ellos a sentirte, en cuanto podíamos, como un Ser grande que podía, aun no apareciendo a los sentidos, escucharnos y venir en nuestra ayuda. De ahí que, siendo aún niño, comencé a invocarte como a mi refugio y amparo, y en tu vocación rompí los nudos de mi lengua y, aunque pequeño, te rogaba ya con no pequeño afecto que no me azotasen en la escuela. Y cuando tú no me escuchabas, lo cual era para mi instrucción, reíanse los mayores y aun mis mismos padres, que ciertamente no querían que me sucediese ningún mal de aquel castigo, grande y grave mal mío entonces.
15. ¿Por ventura, Señor, hay algún alma tan grande, unida a ti con tan subido afecto; hay alguna, digo —pues también puede producir esto cierta estolidez—; hay, repito, alguna que unida a ti con piadoso afecto llegue a tal grandeza de ánimo que desprecie los potros y garfios de hierro y demás instrumentos de martirio —por huir de los cuales se te dirigen súplicas de todas las partes del mundo— y así se reía de ellos —amando a los que acerbísimamente los temen— como se reían nuestros padres de los tormentos con que de niños éramos afligidos por nuestros maestros? Porque, en verdad, ni los temíamos menos ni te rogábamos con menos fervor que nos librases de ellos.
Con todo, pecábamos escribiendo, o leyendo, estudiando menos de lo que se exigía de nosotros. Y no era ello por falta de memoria o ingenio, que para aquella edad me los diste, Señor, bastantemente, sino porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa hacían los que castigaban esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores se cohonestaban con el nombre de negocios, en tanto que los de los niños eran castigados por los mayores, sin que nadie se compadeciese de los unos ni de los otros, o más bien de ambos. A no ser que haya un buen árbitro de las cosas que apruebe el que me azotasen porque jugaba a la pelota y con este juego impedía que aprendiera más prontamente las letras, con las cuales de mayor había de jugar más perniciosamente. ¿Acaso hacía otra cosa el mismísimo que me azotaba, quien, si en alguna cuestioncilla era vencido por algún colega suyo, era más atormentado de la cólera y envidia que yo cuando en un partido de pelota era vencido por mi compañero?
ESTÁS LEYENDO
LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN
NonfiksiEs un libro autobiográfico de Agustín de Hipona, conocido también como san Agustín o, en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis ,es un santo, padre y doctor de la Iglesia católica, llamado también el «Doctor de la Gracia» fue el máximo pensador de...