CAPÍTULO V

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                                                                             Alicientes del pecado

10. Todos los cuerpos que son hermosos, como el oro, la plata y todos los demás, tienen, en efecto, su encanto. En el tacto físico interviene por mucho la congruencia de las partes, y cada uno de los demás sentidos percibe en los cuerpos cierta modalidad propia. También el honor temporal y el poder mandar y dominar tiene su atractivo, de donde nace la avidez de venganza.

Sin embargo, para conseguir todas estas cosas no es necesario abandonarte a ti, ni desviarse un ápice de tu ley. También la vida que aquí vivimos tiene sus encantos, por cierta manera suya de belleza y por la correspondencia que tiene con las inferiores. Cara es, finalmente, la amistad de los hombres por la unión que hace de muchas almas con el dulce nudo del amor.

Por todas estas cosas y otras semejantes se peca cuando por una inclinación inmoderada a ellas —no obstante que sean bienes ínfimos— son abandonados los mejores y sumos, como eres tú, Señor, Dios nuestro; tu Verdad y tu Ley.

Cierto que también estos bienes ínfimos tienen sus deleites, pero no como los de Dios, hacedor de todas las cosas, porque en él se deleita el justo y hallan sus delicias los rectos de corazón.

11. Ésta es la razón por que cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables. Uno comete un homicidio; ¿por qué habrá sido? Porque amó la esposa del muerto o su finca, o porque quiso robar para tener con qué vivir, o temió sufrir de él otro tanto, o bien, herido, ardió en deseos de venganza. ¿Acaso hubiera cometido el crimen sin motivo, por sólo el gusto de matar? ¿Quién lo podrá creer?

Porque aun de cierto hombre sin entrañas y excesivamente cruel, de quien se dijo que era malo y cruel de balde, se añadió, sin embargo, el motivo: «Para que la ociosidad no embotara su mano o el sentimiento».

Mas si todavía indagares por qué esto es así, te diré que para con aquel ejercicio de crímenes, tomada la ciudad, consiguiese honores, poderes y riquezas y careciese del miedo a las leyes y de los apremios de la vida, causados por la escasez de su patrimonio y de la conciencia de sus crímenes. Así, pues, ni aun el mismo Catilina amaba sus crímenes, sino otra cosa, por cuyo motivo los cometía.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora