CAPÍTULO IV

49 5 0
                                    

                                     Lectura del «Hortensio»

7. Entre estos tales estudiaba yo entonces, en tan flaca edad, los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un tal Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para pulir el estilo —que es lo que parecía debía comprar yo con los dineros maternos en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre—; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocución lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.

8. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal, están notados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y pío [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad.

Mas entonces —tú lo sabes bien, luz de mi corazón—, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría misma, estuviese dondequiera. Sólo una cosa me resfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora