Capítulo XIV

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                                                               Odio al griego y amor al latín

23. Pues ¿por qué odiaba yo entonces la gramática griega, en la que tales cosas se cantan? Porque también Homero es perito en tejer tales fabulillas y dulcísimamente vano, aunque para mí de niño fue bien amargo. Yo creo que igualmente les será Virgilio a los niños griegos cuando se les apremie a aprender, como a mí a Homero. Y es que la dificultad, sí, la dificultad de tener que aprender totalmente una lengua extraña era como una hiel que rociaba de amargura todas las dulzuras griegas de las narraciones fabulosas.

Porque todavía no conocía yo palabra de aquella lengua, y ya se me instaba con vehemencia, con crueles terrores y castigos, a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque, siendo todavía infante, no sabía tampoco ninguna, sin embargo, con un poco de atención lo aprendí entre los halagos de las nodrizas, y las chanzas de los que se reían, y las alegrías de las que jugaban, sin miedo alguno ni tormento. Lo aprendí, digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado únicamente por mi corazón, que me apremiaba a dar a luz sus conceptos, y no hallaba otro camino que aprendiendo algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban, en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía.

Por aquí se ve claramente cuánta mayor fuerza tiene para aprender estas cosas una libre curiosidad que no una coactiva necesidad. Pero se amortiguan con ésta los excesos de aquélla según tus leyes, ¡oh Dios!; según tus leyes, que van desde las férulas de los maestros hasta los tormentos de los mártires; sí, según tus leyes, Señor, que pueden acibararnos con saludables amarguras que nos vuelvan a ti de venenosas diversiones por las que nos habíamos apartado de ti.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora