CAPÍTULO XIII

12 3 0
                                    

       Súplica de Agustín por sus padres difuntos

34. Pero sanado ya mi corazón de aquella herida, en la que podía reprocharse lo carnal del afecto, derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a toda alma que muere en Adán. Porque, aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, primero de romper los lazos de la carne, vivió de tal modo que tu nombre es alabado en su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin embargo, a decir que, desde que fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca palabra alguna contra tu precepto. Porque la Verdad, tu Hijo, tiene dicho: Quien llamare a su hermano necio será reo del fuego del infierno, y ¡ay de la vida de los hombres, por laudable que sea, si tú la examinas dejando a un lado la misericordia! Mas porque sabemos que no escudriñas hasta lo último nuestras pecados, vehemente y confiadamente esperamos ocupar un lugar contigo. Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿qué otra cosa enumera sino tus dones? ¡Oh si se reconociesen tales los hombres, y quien se gloríe se gloriase en el Señor!.

35. Así, pues, alabanza mía, y vida mía, y Dios de mi corazón; dejando a un lado por un momento sus buenas acciones, por las cuales gozoso te doy gracias, te pido ahora perdón por los pecados de mi madre. Óyeme por la Medicina de nuestras heridas, que pendió del leño de la cruz, y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros. Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las ofensas a sus ofensores; perdónale también tú sus ofensas, si algunas contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te suplico, y no entres en juicio con ella. Triunfe la misericordia sobre la justicia, porque tus palabras son verdaderas y prometiste misericordia a los misericordiosos, aunque lo sean porque tú se lo das, tú que tienes compasión de quien la tuviere y prestas misericordia a quien fuere misericordioso.

 36. Yo bien creo que has hecho ya con ella lo que te pido; mas deseo aprobéis, Señor, los deseos de mi boca. Porque estando inminente el día de su muerte, no pensó aquélla en enterrar su cuerpo con gran pompa o que fuese embalsamado con preciosas esencias, ni deseó un monumento escogido, ni se cuidó del sepulcro patrio. Nada de esto nos ordenó, sino únicamente deseó que nos acordásemos de ella ante el altar del Señor, al cual había servido sin dejar ningún día, sabiendo que en él es donde se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la escritura que había contra nosotros, y vencido el enemigo que cuenta nuestros delitos y busca de qué acusarnos, no hallando nada en aquel en quien nosotros vencemos.

¿Quién podrá devolverle su sangre inocente? ¿Quién restituirle el precio con que nos compró, para arrancarnos de aquél? A este sacramento de nuestro precio ligó tu sierva su alma con el vínculo de la fe. Nadie la aparte de tu protección. No se interponga, ni por fuerza ni por insidia, el león o el dragón. Porque no dirá ella que no debe nada, para ser convencida y presa del astuto acusador, sino que sus pecados le han sido perdonados por aquel a quien nadie podrá devolverle lo que no debiendo por nosotros dio por nosotros.

37. Sea, pues, en paz con su marido, antes del cual y después del cual no tuvo otro; a quien sirvió, ofreciéndote a ti el fruto con paciencia, a fin de lucrarle para ti. Mas inspira, Señor mío y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos, mis señores, a quienes sirvo con el corazón, con la palabra y con la pluma, para que cuantos leyeren estas cosas se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta vida no sé cómo. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en el seno de la madre Católica, y mis ciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira la peregrinación de tu pueblo desde su salida hasta su regreso, a fin de que lo que aquélla me pidió en el último instante le sea concedido más abundantemente por las oraciones de muchos con estas mis Confesiones, que no por mis solas oraciones.

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora