Capítulo 27.

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*Narra Leo*

-¿En qué coño pensabas cuando me dejaste esa nota? - Había llegado a casa hacía unas dos horas. Dos maravillosas horas en las que no había podido levantarme del sofá mientas mi queridísimo padre me cantaba las cuarenta.

-Soy mayor de edad. Puedo hacer lo que quiera -me defendí sin mirarle. Sabía que tenía la cara roja de rabia, pero no quería verle. No podía hacerlo.

-Vives bajo mi techo y te mantengo. Ya puedes tener treinta años que mientras yo pague tus facturas, tendrás que hacer lo que yo te diga.

-¿Se trata de eso entonces? - pregunté mirándole fijamente.

-¿De qué hablas?

-De obedecerte. De ser lo que quieres que sea. De tenerme bajo tu control. ¿No? No pudiste controlar la enfermedad de mamá y ahora pretendes controlar cualquier cosa a tu alrededor para satisfacer ese deseo oculto que subyace cada vez que me hablas.

-Leo...

-¡No! Yo también la perdí. ¿Sabes? Y me habría gustado tenerte a mi lado, apoyándome, en vez de diciéndome qué coño hacer. Joder, no sólo la perdí, sino que también tengo que enfrentarme a la posibilidad de tener una enfermedad que acabará con todo lo que soy, con lo que quiero ser. ¿No lo entiendes? No se trata de que seas un líder autoritario, esto no es la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. Yo... Yo sólo necesito a mi padre.

Solté aquello y me puse en pie, subiendo las escaleras lo más deprisa que mis piernas entumecidas por las horas de vuelo me permitieron. Cerré la puerta con un golpe seco y me tiré en mi cama, mirando al techo.

¿Cómo era posible que las cosas cambiaran tan rápidamente? En un abrir y cerrar de ojos había pasado de tener una vida a la que no podía poner quejas a una vida destrozada, un padre que no actuaba como tal, una madre enterrada bajo tierra, un sentimiento de pérdida y vacío constante en el pecho...

Había logrado solucionar las cosas con Jack y Alice y se sentía realmente bien.

Había aprendido que cuando sucedían cosas así en la vida, había como mínimo dos partes, dos historias distintas. No sólo sufría una de ellas, sino que todas salían perjudicadas. Yo había perdido a mi novia y a mi amigo, pero ellos me habían perdido a mí. Y quizás tenía toda la razón del mundo al actuar como lo hice, pero también había actuado como un crío inmaduro. Tenía que haber hablado con ellos, escuchar lo que tenían que decir.

Sabía que las cosas con Alice no iban bien, pero me aferré a lo que teníamos. Iba a perder a mi madre, no podía perderla a ella también.

Y estaba tan centrado en lo mío que fui incapaz de darme cuenta de que mis dos mejores amigos tenían algo grande, algo que todos pasábamos la vida buscando y muy pocos encontrábamos.

Algo que mis padres tenían.

Todas las mañanas en casa, se saludaban como si no hubieran pasado la noche juntos. Si salíamos juntos, iban de la mano como un par de adolescentes. Y en cada aniversario... Una fiesta por todo lo alto. Lo celebraban como si no hubiera mañana y... En parte, fue así. Mamá en el fondo sospechaba que todo aquello ocurriría, y se ocupó en vivir su vida, en vivir cada día como el último.

Y yo debía hacer lo mismo.

Cuando los médicos le dieron los resultados a mamá, lo primero que hice al llegar a casa fue teclear en internet aquel nombre y leer todo lo que pude. No dormí en toda la noche, ni siquiera aún después de haber llevado a Alejandra a su casa.

Al día siguiente salía el vuelo que nos llevaría a París.

No fui.

Palabras como "la enfermedad se transmite de padres a hijos" o "no existe cura para el Huntington" me paralizaron, hicieron que el aire abandonara mi cuerpo, que la sangre se acumulara en mi cabeza, la cual no paraba de latir mientras una frase rondaba en ella, y que sólo pudiera pensar en una única cosa.

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