Preludio.

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Esfinge de Giza, Egipto, época actual.

Era de noche en aquel extenso desierto. Una noche tranquila en verdad. La arena pintada de azul por los rayos de la luna se deslizaba con suavidad y lentitud alterando la forma de las dunas tan despacio que sería imposible darse cuenta. El viento ocasionalmente levantaba un remolino silencioso que esparcía un bucle de arena hasta que se perdía en lejanía de una noche estrellada y pacífica, que solamente la luna llena admiraba con solemnidad mientras bañana a la gran esfinge con su brillo plateado.

Una noche muy tranquila en verdad.

Una noche lo suficientemente tranquila como para ser la oportunidad perfecta para que los miembros de cierto equipo de investigación que se encontraban trabajando desde hace meses en esas áridas tierras descansaran en su campamento después de un extenuante día de trabajo bajo el inclemente sol de Egipto.

También lo suficientemente tranquila como para ser la calma previa a una tormenta sin que nadie lo supiera.

Y allí, dentro de una de las pequeñas carpas de color verde militar, apenas iluminada por una bombilla débil y la luz que emitía la pantalla de una computadora, uno de los asistentes del doctor, se encontraba revisando los resultados arrojados por la nueva invención de su jefe: la máquina de ondas ultrasónicas.

El joven rubio, quizás recién egresado de la universidad, descargó los datos en su computadora y observó atento la pantalla de carga esperando que la máquina interpretara esa indescifrable sopa de ceros y unos, sin muchas expectativas a decir verdad.

Sólo otro día de trabajo.

Pero entonces, la máquina anunció que los resultados estaban listos, y al mostrarse en el monitor, el joven científico desconfió de sus propios ojos. Una vez, dos veces, ajustar anteojos, tres veces. No había error, una vez más para estar seguro. Nada. Todo estaba en orden. El muchacho no lo podía creer. Repentinamente se encontraba tan sorprendido que no sabía qué debía hacer.

—Doctor, —habló con la voz temblorosa, y con una notable emoción contenida en un intento de parecer profesional—. Tiene que ver estas lecturas... son simplemente increíbles.

Unos momentos después, desde detrás de la cortina de la carpa apareció aquel hombre. Alto, moreno y de ojos marrones. Barba despoblada y un tanto descuidada, cabello negro y una  mirada que denotaba seriedad, pero al mismo tiempo lucía bastante jovial, como todo buen investigador debería lucir siempre. Se trataba del Doctor Luna, arqueólogo, egiptólogo y adepto a ser objeto de burlas dentro de la comunidad científica debido a sus... (sensacionalistas... anticientíficas... fantasiosas) hipótesis acerca del pasado del ser humano y el planeta Tierra.

—Muy bien, Jim, ¿qué tenemos aquí?
—dijo el doctor, dejando sobre la mesa la humeante taza de café que llevaba en su mano izquierda, mientras observaba con atención el monitor del ordenador.

Sus ojos se llenaron de brillo al instante, y su semblante de cansancio desapareció por completo. Una sonrisa más abierta que la habitual que siempre mostraba mientras trabajaba se dibujó en su rostro y una risa jubilosa se escapó de su garganta. Rió para sus adentros, y para sus afueras mientras la emoción lo embargaba, demostrando de paso, que él tenía mucha más experiencia conteniendo dicha emoción que su joven asistente.

Y también que estaba en todo su derecho de no utilizar esa experiencia.

—La forma en la que rebotan las ondas sonoras... solo puede significar una cosa —dijo Jim, mirando alegre a los ojos del Doctor.

—Ciertamente... ¡Muy ciertamente! —contestó él, tratando de hacer un último esfuerzo por reprimir la enorme dicha que llenaba su ser con más fuerza que nunca—... Lo logramos, Jim. —El Doctor posó sus manos sobre los hombros de su asistente, cual si tratase de transferirle aunque fuera una pizca de su alegría.

Angel the Cat: Dioses y MonstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora