Dos años han pasado desde mi última visita a mi amado New Jersey, ya que estudio en New York, a petición de mis padres, ellos pensaron que allá era mejor el estudio y las oportunidades eran mayores.
¿Mi nombre? Algo largo: Frank Anthony Thomas Iero Pricolo, y tengo diecinueve años.
Al llegar a mi ciudad: Belleville, lo primero que hice fue saludar a mis padres y a mi hermana, abrazarlos y besarlos hasta que me canse y después conocer la nueva casa donde se habían mudado recientemente.
Platiqué un rato con ellos y como era un nuevo vecindadorio salí de paseo para conocer todo. Vagué por largo rato y cansado de caminar un tiempo más tarde llegué a un parque muy bonito y amplio, compré un algodón de azúcar y me senté a contemplar la hermosa fuente que había en el centro de aquel parque.
Perdí la noción del tiempo y se hacía tarde, tenía que volver a casa para la cena, ya que para mis padres "la familia completa debía estar presente".
Faltaba poco tiempo para que anocheciera. Me levanté y comencé a caminar sin prisa por el parque y en ese momento escuche sollozos provenientes de una de las bancas, caminé hacia ella y ahí estaba un chico abrazado a sus rodillas y con la cabeza agachada.
—¡Hola! ¿Estás bien? —No me contesta—. Disculpa si te molesto, sólo quiero saber si necesitas ayuda —Al moverse vi que el brazo le sangraba levemente.
Esperé una respuesta pero el continuaba sollozando.
—¡Ángeles! Si yo tuviera un ángel que llevase tu nombre —Susurra mientras sus lágrimas recorren sus mejillas dedicándome una breve mirada.
Era un chico sin comparación, él debía ser un ángel, hermoso, de piel blanca - pálida, ojos de color verde claro y de cabello negro azabache que caía suavemente sobre sus hombros. Me miraba extrañado y yo simplemente maravillado de tan hermosa criatura.
—¿Tú eres un demonio? Es que ya no sé distinguir —Se levanta de la banca y toma mi rostro—. ¡Sí! Eres un demonio que me quiere llevar —comienza a darme pequeños manotazos en mi pecho—. No te lo voy a permitir, ¡maldito! —no cesa.
—Tranquilo —le hablo suavemente—, ¡no soy un demonio! —Trato de calmarlo mientras acaricio su cabello—. Tranquilo. Todo esta bien —comienza a calmarse y lo tomo en mis brazos—. Todo esta bien —él rompe en llanto desconsoladamente mientras me abraza.
—Tú... —me mira a los ojos— ¡eres un ángel! El ángel que yo pedí —y me abraza una vez más.
Como podía negarme a algo tan tierno, aunque debo decir que el chico se veía un poco mayor que yo, digamos unos dos o tres años más. El chico duró un buen rato aferrado a mí, la gente pasaba y se nos quedaba mirando, miré su brazo y me ofrecí a curarlo.
—Ven, vamos a curarte tu brazo, ¿si? ¿Cómo te llamas? —Me vi interesado a esa pregunta.
—Gerard.
—Bueno, Gerard, vamos a lavarte esa herida, ¿si?
—¡Sí, mi ángel! —Me sonríe.
Comenzamos a caminar, y de entre la gente un hombre, de aproximadamente cuarenta y cinco años, se nos acerco.
—¡Gerard! ¿Por qué te saliste de casa? —Lo toma del brazo y lo jala—. Ven, vámonos ahora mismo —me mira—. Tú, ¿quién eres, jovencito? ¿Qué le hacías a mi hijo? —Se mostraba molesto y preocupado.
—Soy Frank Iero, señor. No le hacia nada, solo me acerque a ver si estaba bien ya que estaba llorando.
—Tú eres un demonio. ¡Suéltame, maldito! -Gritaba.