Lucero Hogaza vivía de acuerdo con unas cuantas reglas. Acéptate a ti misma. Sé sincera. No des mucha importancia a lo que piensen los demás. Y nunca te involucres con un hombre demasiado atractivo. Al ver a Fernando Colunga avanzar por la playa, tuvo la abrumadora sensación de que él sería la excepción de la regla.
Muy bien, así que Fernando Colunga era rubio, con barba, bronceado y guapo. Lucero trató de pensar en alguna palabra que expresara también que era un problema en ciernes, con mayúscula.
Oh, si... y era ciego.
Fernando se detuvo a cincuenta pasos de ella, plantó sus fuertes manos en sus estrechas caderas y gritó a su perro:
—¡Kane! ¡Caramba, vuelve aquí!
El labrador negro, cuya correa sostenía Lucero en la mano, ladró y se lanzó hacia adelante.
—¡Por aquí! — gritó ella.
Vio a Fernando volverse a medias en dirección a ellos. Cualquier otra persona habría pensado que el hombre usaba gafas negras porque le sentaban endemoniadamente bien.
Fernando caminó en dirección a su perro, que seguía ladrando. Al ver la furia y la fuerza que ponía en algo tan básico como andar, resultó evidente para Lucero que era un hombre que no hacía nada a medias. Fernando había estado evitando las clases de arte, que ella impartía en el hospital como terapia, con la misma absoluta testarudez. Pero ella y Fernando Colunga estaban a punto de encontrarse.
Mientras lo miraba caminar hacia ella, observó la arena para ver si nadase interponía en su camino. El hombre no usaba bastón. Según había oído, se negaba a hacerlo. Para ser un hombre que había quedado ciego sólo tres semanas antes, en una explosión accidental, era asombroso lo firme y seguro de sus pasos.
—¡Kane!
—Yo lo tengo.
—¡Silencio!
Aunque no se ofendía con facilidad, no pudo evitar que escapara de sus labios un asombrado:
—¿Qué?
—Le hablaba al perro — dijo él, escupiendo las palabras.
Lucero respiró hondo y decidió que era mejor ser directa.
—Ha estado usted evitándome.
El se detuvo a diez pasos de ella.
—Diga eso otra vez — exigió.
Extendió el brazo, haciendo que ella hablara para saber en qué dirección volverse, suponía Lucero.
—Si quiere saber dónde estoy, le diré que usted está justo para ser mi blanco.
El se puso rígido.
Lucero contó hasta diez, esperando que él hablara. El sonido de las olas y de las gaviotas interrumpía el silencio.
Aparentemente decidido a no dar importancia al hecho de que ella conocía su ceguera, Fernando dijo por fin:
—¿Me permite la correa?
—No va a pegarle, ¿verdad?
El pareció sorprendido por un momento, hasta que la furia volvió a salir; a la superficie. Esa vez iba dirigida hacia sí mismo.
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomansaFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...