Capítulo 22

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—No sonrías. No te muevas. No respires siquiera. Si te corto con esta navaja, puedes

darte por muerto.

El se echó a reír con suavidad y ella sintió cómo se estremecían las cuerdas de su

garganta.

Una vez que empezó a afeitarlo, Lucero se concentró por completo en la tarea.

Al cabo de un rato se puso delante de él para dar los últimos retoques. Sintió que

Fernando levantaba los brazos para acercarla más.

Una gota de espuma cayó de la navaja a los pantalones de él. Al tratar de limpiarla,

Lucero lo rozó íntimamente. — Oh, perdón.

De pronto la tensión se hizo insoportable.

—La música — dijo ella con voz ronca, porque tenía la garganta cerrada—. Se ha

detenido.

—Muy bien — fue todo lo que él dijo y sus manos cayeron a un lado.

Lucero fue hacia donde estaba el estéreo y le dio vuelta al disco con manos

temblorosas. Eso no podía continuar. Fernando se guardaba mucho de sí mismo. ¿Qué

sabía ella de él, en realidad?

Decidió armarse de valor y acabar cuanto antes con la tarea. Sólo dos pasadas más en la

mejilla derecha y terminaría.

—¿Listo?

"¿No te das cuenta?", pensó él.

Lucero se inclinó hacia él y volvió a enfrascarse en lo que estaba haciendo. Tenía el

rostro a pocos centímetros del pelo de Fernando. Sí, todavía estaba húmedo.

Los senos de ella se sentían tibios, la seda de su blusa era... suave. Fernando sabía que

todo lo que tenía que hacer era levantar la cara y quedaría muy cerca de sus

labios...

—¡Aay!

Ella dio un salto.

—¡No debiste haberte movido así!

—Ha sido culpa mía... lo sé... — Fernando se limpió el rostro con la toalla.

Lucero se acercó y vio que se trataba de un corte muy pequeño.

—Supongo que vivirás.

Fernando le tocó la mejilla con la mano. Desde allí no le fue difícil encontrar sus labios.

Eran labios llenos, húmedos y cálidos. Al principio se retiraron, después se

entreabrieron. Cuando el beso terminó, ella no dijo nada.

—¿No vas a discutir?

De nuevo nada. La joven le acarició la mejilla. Los planos de su cara eran más definidos.

Subió la mano por su mejilla, hacia las gafas.

—Déjalas puestas — dijo él. Podía desnudarse sólo hasta cierto punto; no quería que

ella viera eso.

Lucero comprendió que si lo amaba, tendría que aceptarlo como era... sin promesas, sin

disculpas, con las tosas que se guardaba para él. En eso consistía el amor.

Pasó las manos por el rostro de Fernando. No pudo resistir la tentación de tocar su piel,

sonrosada por el agua caliente.

—Hay algo en esto de besar a un hombre con gafas oscuras. Es muy erótico.

El le besó la palma de la mano. — Es muy sexy en la oscuridad. — Fernando.

—Calla. Déjame besarte, tocarte. No te puedo mirar a los ojos. Esto es todo lo que tengo

— encontró la abertura de la blusa y pasó las manos por sus senos rígidos. Después la

rodeó con sus brazos y la obligó a sentarse en sus piernas—. ¿Vas a detenerme,

Lucero?

—¿Vas a hacerme el amor?

—Si.

—Entonces, no.

Sus bocas se encontraron, exploraron, disfrutaron. Podía haber durado horas enteras y

Lucero no se habría enterado. El único cambio fue el avance de la mano de él al subir

por su muslo.

—Peso demasiado — dijó Lucero, sintiéndose muy tímida, al comprender lo que aquello

estaba produciendo en él. — Déjame a mí decir eso — murmuró Fernando contra su

cuello—, cuando esté encima de ti.

El sonido de su gemido lo hizo sentirse dolorido, especialmente cuando ella se apretó

contra él. El muslo de ella se volvió más cálido cuando la mano de Fernando se deslizó

por él.

Lucero se movió. Los dedos de él encontraron el encaje.

—¿Bragas?

Ella asintió con la cabeza, débilmente, mientras el dedo de él recorría la abertura. Sus

manos estaban en todas partes, y aunque pasaba las suyas por el pelo de Fernando o

por el rostro recién afeitado, Lucero no podía dejar de pensar en las manos de él. Las

sintió a través del encaje, hasta que tuvo la impresión de que él estaba seduciendo a su

alma misma.

Los labios de Lucero se sentían húmedos y ardientes contra los suyos. El deslizó una

mano entre las piernas de ella.

La chica lanzó un grito ahogado.

—No me detengas ahora, Lucero.

—No... yo... tal vez deberíamos ir arriba...

Fernando trató de imaginarse una cama, con Lucero mirándolo desde ella. ¿Y si él

fallaba, si cometía errores?

—Podríamos apagar las luces.

—Es de día — le recordó ella con ternura.

—Maldito horario.

Ella se echó a reír suavemente. Era consciente de que los dedos de él la seguían

tocando, que trazaban un sendero de miel a lo largo de su muslo.

—Quería hacerte el amor en la oscuridad. Así habríamos estado en igualdad de

condiciones.

Ella le rodeó el cuello con los brazos. Ahora no podía retirarse y recluirse en sus dudas;

ella no se lo permitiría: Una gran parte de su autoestima dependía de cómo se sintiera

respecto a ella y respecto a ellos dos juntos.

—Cerraré los ojos — murmuró Lucero—. Sólo quiero sentirte, dentro.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora