Lucero lanzó un suspiro de alivio.
—Eso es lo que vamos a averiguar.
La feria resultó tan agradable y tranquila como la peluquería había resulta¬do lo
contrario. Colocaron el toldo sin problemas. Lucero contuvo la respira¬ción, cada vez
que Fernando insistió en clavar las estacas, pero lo hizo bien. Los anaqueles fueron
armados sobre mesas que había proporcionado el club juvenil local. Lucero y Fernando
los cubrieron con tela, desempaquetaron los objetos que ella había hecho, los colocaron
y se sentaron en sillas plegables.
Para iniciar una conversación impersonal, Lucero explicó a Fernando cómo fun-cionaba
el mundo local del arte. Las campanitas tintineaban en los bordes del toldo de la lona.
—Perdonen — los interrumpió una mujer—. Tengo una sobrina en Tennes¬see. ¿Podría
empaquetarme este par, de modo que no se rompieran en el tra¬yecto? Serán un
precioso regalo de bodas.
—Gracias — contestó Lucero, poniéndose de pie—. ¿Fernando, podrías traerme una caja
de embalaje pequeña, mientras hago la cuenta?
—Claro.
El se aventuró dos pasos más allá del toldo, buscó a tientas entre las cajas y volvió a
entrar en seguida. Lucero continuó charlando con la mujer, para que él supiera dónde
estaban. Fernando le entregó la caja y se sentó.
Así transcurrió el día. El hizo el papel de mozo. Inteligente, pero no muy útil. Cuando
algún cliente le hacía una pregunta, contestaba:
—Lo siento. Ella es la artista.
Estaba lleno de autocompasión y lo sabía.
Lucero observaba de reojo su ceño fruncido y trataba de buscar en su cere¬bro algo en
que él pudiera ayudarla. Entonces advirtió a la mujer que entraba por la parte posterior
del puesto, hacia él. Era una cuarentona muy bien vesti¬da, de pelo rubio.
—Discúlpame — dijo la mujer.
Fernando casi no volvió la cabeza.
La mujer tocó su brazo. El saltó.
La risa tintineante de ella inundó el puesto. Lucero no hubiera podido explicar por qué le
pareció tan irritante.
—Lo siento tanto — dijo la mujer a Fernando con voz melosa—. Estaba usted sumido en
sus pensamientos. — Quien lo siente soy yo — contestó él, asintiendo con aire de
cortesía. Lucero hubiera querido acercarse a ellos, pero estaba dando precios a una
pareja y había varios clientes mirando cosas en la otra mesa. Aunque lo hizo por el
rabillo del ojo, notó la forma franca en que la mujer recorría con los ojos el cuerpo de
Fernando. No la consoló mucho comprender que Fernando no se había dado cuenta de
ello.
—Me gustaría saber si podría usted enseñarme algunas de las piezas más grandes —
dijo la mujer.
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...