Capítulo 2

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No voy a ir a verla.

Había elegido mal las palabras. Fernando puso rígida la mandíbula cuando se dio cuenta de ello.

Tal vez tú no me veas, Fernando, pero te prometo que yo te veré a ti.

Ella lo miró de nuevo de arriba a abajo. Viril, vital y listo para lanzarse contra algo, contra cualquier cosa. El problema era que resultaba difícil golpear al destino.

Tienes mucha rabia acumulada dentro de ti...

¡Así que eres psicóloga alfarera? ¿Usas la arcilla para tus diagnósticos?

Fernando se maldijo por hacerla reír de nuevo. Encerrado en su mundo de lechosa luz blanca, la risa de ella era lo último que él deseaba escuchar. Había algo muy terrenal en el sonido que tocó una fibra sensible de él.

No puedo psicoanalizar sin licencia. En serio, Fernando... ve a mi clase. Podrías aprender algo... por ejemplo, cómo enfrentarte a tus limitaciones. Quiero decir, el entrenar a tu mascota para convertirlo en perro–guía es una forma de hacerlo...

Estoy ciego, caramba. No incapacitado, ni inválido. Detesto esos malditos eufemismos. Y para tu información, no necesito aprender a vivir con nada, porque este estado es temporal.

Probablemente... — si él esperaba que ella discutiera el asunto, se iba a llevar una desilusión. Por lo que había averiguado en el hospital, el tipo de cicatriz en la córnea que él tenía podía curarse con un trasplante—. ¿Y qué vas a hacer mientras este pequeño problema se resuelve?

Me las arreglaré.

Dejó que Fernando se diera la vuelta y se alejara de allí, con Kane conduciéndolo como un sólido barco de remolque negro.

A los diez pasos, Fernando se detuvo. ¿Por qué? No hubiera podido decirlo. No era correcto volverle la espalda de ese modo.

Se volvió hacia ella, o al menos, esperaba haberlo hecho, e indicó con la cabeza al perro que tiraba de la correa.

Estuvo metido en una perrera un mes. Allí le hacen moverse, hacer ejercicio, pero realmente necesita correr.

"Y tú también", pensó Lucero. Tenía un cuerpo atlético que sólo podía pertenecer a un corredor; con toda probabilidad hacía ejercicio todos los días, antes del accidente.

Pero, lo que era más importante, estaba hablando. Tal vez cortesía innata, soledad... ella nunca lo sabría. De cualquier modo, era un principio. Lucero lo aprovechó sin reservas. Caminó para colocarse junto a ellos.

Yo no estoy en condiciones físicas de hacer una larga carrera, pero, ¿qué te parecería una buena y larga caminata? — sin esperar respuesta, los pasos de ella sisearon con suavidad frente a ellos en la arena. Hombre y perro no pudieron hacer otra cosa más que seguirla.

Había sido grosero, Fernando lo sabía. Se comportaba así con todos últimamente. Sólo porque tenía una excusa mejor que la común...

Se había mostrado muy testarudo respecto a esas clases de terapia que le habían tratado de imponer en el hospital. Caramba, mientras tuviera a su hermano con él en la casa de la playa, ¿para qué necesitaba terapia? El jugar con arcilla no iba a enseñarle cómo mantenerse cuerdo a lo largo de toda esa pesadilla.

Sus pensamientos volvieron a la mujer que caminaba junto a él. Lo había engañado, le había tendido una trampa. Lo siguió hasta la playa sin presentarse. Trató de enfadarse de nuevo por eso, pero no pudo hacerlo. De algún modo, era un alivio tener a alguien allí. Intentó imaginársela. Había algo en su voz. Era suave, una voz de mujer, no de jovencita. Es posible que tuviera cuarenta años y aspecto de matrona.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora