—¿Cómo? — la sonrisa de él era fácil dé interpretar—. Pensándolo bien, no me
contestes.
—¿Acaso no adivinas?
—Mira, no podemos seguir agazapados aquí, junto a esta caja. Mis muslos me están
matando.
—Y tú no sabes lo que me estás haciendo a mí.
La mano de él se deslizó por el algodón de los pantalones de ella, tensos sobre su piel y
tibios en la parte de dentro. Ella cerró las piernas, pero eso sólo consiguió atrapar la
mano de él entre ellas. Volvió a separarlas; él tomó eso como permiso para seguir
adelante.
La voz de ella tenía una leve amenaza en la penumbra que lo rodeaba. Era una voz
jadeante, intensa.
—No hagas eso.
—¿Por qué no? — Está bien — su admisión los asombró a los dos. Habían llegado a un
punto para el que ninguno de los dos estaba preparado—. Pero si me rechazas otra vez,
Fernando, te juro...
—Parece que estoy en la incómoda posición de cumplir o estarme quieto.
Ella suspiró.
—No quería decir eso.
—Pero casi.
Fernando se sentó en el suelo y se acarició la barba. Ciego, con vista, ¿qué diferencia
había? Pero Cuando se trataba de hacer algo concreto al respecto, él no estaba listo.
Eso no significaba que no lo deseara dolorosamente.
—Tú no eres el único que tiene dudas, ¿sabes? — señaló Lucero.
—No inventes dudas en mi beneficio.
—Algunas veces me pregunto si me seguirías deseando si pudieras ver, o sí me
desearás cuando puedas hacerlo de nuevo.
—¿Qué crees que estoy esperando? No me gusta la idea de hacer el papel de tonto
persiguiéndote, cuando no puedo hacer nada al respecto.
Lucero habló con cuidado, tratando de reducir su optimismo respecto a la operación de
él, con la precaución que su corazón exigía.
—No puedes predecir cómo te sentirás entonces. Deberíamos esperar y...
—Y ver. Ja.
Volvieron a dedicarse a empaquetar los objetos de alfarería, en silencio.
—Esta es la última caja — Lucero se metió las manos en los bolsillos del pantalón y
jugueteó con las llaves de su coche. Había un paso más que Fernando necesitaba dar, tal
vez el más grande de todos—. ¿Por qué no vienes conmigo?
Fernando dejó de rascarse la barba.
—¿A la feria de arte? ¿Y hacer qué... mirar las pinturas?
—Confieso que no va a ser una tarde muy emocionante. Yo permito que los clientes
miren, sin molestarlos. Pero sería muy agradable tener compañía.
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...