Capítulo 35

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Lucero no pudo recordar cómo llegó a su casa, sólo que estaba de pronto en ella,

abrazándose a sí misma en el sofá, sintiéndose como un espantapájaros al que le

hubieran quitado el relleno.

Ella había esperado a medias aquello. Pero nunca, nunca se había imaginado que

terminaría de una forma tan brusca. ¿Cómo? ¿Por qué? El había dicho que la amaba. Y

lo había dicho en serio. A menos que hubiera estado equivocada todo el tiempo respecto

a él.

Durante los siguientes días se obligó a hacer todos los actos rutinarios de la

subsistencia. Una mañana reaccionó.

—No, señor Colunga, no se va a librar de mí con tanta facilidad. No me voy a dar por

satisfecha con ese buenas noches.

Lucero caminó por la playa con pasos firmes y llamó a la puerta de la casita y no recibió

respuesta. Dio la vuelta hacia la ventana. El sol poniente iluminaba el interior de la casa

como si fuera un estudio de cine. No había nadie.

Había vuelto a la Península Superior, a más de trescientos kilómetros y un mundo de

distancia. Todo había terminado.

Lucero no sabía qué día era, ni cuántos habían pasado. El otoño, hasta entonces, había

sido frío y húmedo, nublado y miserable, pero el tiempo no tenía nada que ver con su

estado de ánimo. Ella trabajaba porque tenía que hacerlo, enseñaba porque tenía que

hacerlo. Firmó contrato para enseñar alfarería en el colegio local. Y no dejó de pensar en

Fernando.

Por eso no le sorprendió realmente, dos semanas después de la ruptura, levantar la vista

un día y ver a un hombre que se parecía a él paseando por la playa, con la cabeza

inclinada para protegerse del viento. En el primer momento pensó que se lo estaba

imaginando, las gafas oscuras en aquel día gris y tormentoso, los hombros encorvados.

Continuó andando, siempre cerca de la orilla del agua. Y ella continuó observando.

La siguiente vez. Dos días más tarde. Después del amanecer. Había bajado la puerta del

garaje, pero Lucero estaba usando cuanta excusa se le había ocurrido para levantarse y

asomarse, terminando cacharro tras cacharro, para llenar los anaqueles. Esa vez no

hubo la menor duda. Llevaba a Kane con él, en el arnés.

Cerrándose el suéter tejido a mano, para protegerse del viento de octubre, Lucero

caminó a través de la arena hacia él.

—¿Por qué me persigues? — le preguntó ella.

Que él lo negara. Que dijera que estaba paseando al perro. Ella quería explicaciones.

Después de una larga mirada sin expresión, todo lo que él dijo fue:

—Quería verte.

Tenía la mandíbula tensa y apretada, salpicada con el principio de una nueva barba.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora