—¡Sensacional! — Dave se metió las manos en los bolsillos y permaneció de pie
sonriendo—. Le estás enseñando muchas cosas, Lucero.
Fernando habló antes que Lucero pudiera hacerlo.
—No los llevé a ti y a tus amigos a practicar esquí acuático durante seis veranos, sin
aprender cómo poner en marcha una maldita lancha.
—Ahora, podrías trabajar un poco en sus modales — añadió Dave.
—Me temo que ésa es una causa perdida — se rió Lucero—, ¿listo para partir?
—Procura que no choque con nada — advirtió Dave.
—Fernando, ¿qué tal si llevo el volante?
Pero Fernando no estaba dispuesto a soltarlo.
—Tú limítate a decirme si voy bien. Dave, ¡lárgate ya!
Lucero recibió la cuerda que Dave le arrojó desde el muelle, cuando la lancha empezó a
alejarse con lentitud. Dave se limitó a encogerse de hombros y a levantar los ojos al
cielo. Vaya ayuda que era, pensó Lucero.
—Avísame cuando lleguemos a la extensión abierta — Fernando no pudo ocultar el
principio de una sonrisa.
—Creo que no tendré que avisar si damos contra algo que no sea el agua. Esto tiene que
ser ilegal.
—¿Quién puede saber que no veo? Aquí todo el mundo lleva gafas oscuras.
—Cierto — murmuró ella con los dientes apretados, poniéndose de pie junto a él, que
seguía aferrado al volante—. Mantente siempre a la derecha.
—Se dice a estribor.
—Muy bien, capitán.
La idea había sido que Fernando saliera al aire libre, que hiciera algunas de las cosas
que solía hacer, demostrarle que la vida no tenía que reducirse a estar metido en casa o
a pasear por la playa, sólo porque no podía ver.
¡En cambio, se encontraba en una lancha veloz, piloteada por un ciego! Debía estar loca.
Tal vez eso explicaba que su risa flotara en el viento, cuando Fernando, después de que
ella le aseguró que no había otras embarcaciones cerca de ellos, dio el máximo de
velocidad a la lancha y se lanzó hacia el Lago Michigan.
—Estamos en la extensión ilimitada del lago — gritó él, redujo la velocidad y levantó la
barbilla por encima del parabrisas. El viento le alborotó el cabello y penetró a través del
de Lucero. Ella sacó una cinta del bolso y se recogió el pelo en una cola de cabello
improvisada.
—¿Hasta dónde vamos a ir?— preguntó a gritos.
—¿Qué te parecería Wisconsin?
La risa de ella despertó el deseo de Fernando; pero el viento era sensacional, la
velocidad estupenda. ¡Cómo había echado de menos aquello, y debía agradecérselo a
Lucero! La atrajo hacia él, para darle un rápido abrazo.
Lucero levantó la vista hacia él. Con el viento en su pelo, esas gafas oscuras y la barba
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...