Lucero sintió un acceso de dolor. Allí estaba ella, tan ocupada en protegerse a sí misma,
que estaba olvidando su deber hacia él. Se necesitaban agallas para admitir una
necesidad así, sobre todo para alguien que estaba decidido a hacer todo solo como
Fernando. Era un paso que ella tenía que reconocer.
—Estoy aquí — dijo, tocando el rostro de él a su vez.
Ahora parecían empezar a entenderse. Fernando se estremeció al notar lo egoísta que
era ese pensamiento. Lucero estaba siendo amable, sensata. Y él estaba actuando como
un adolescente caprichoso, que trataba de obtener el control de la situación,
mostrándose muy macho, pretendiendo que ella bailara al son que él tocara, para
demostrar que todavía era bueno en algo.
—Lo siento — murmuró.
Encontró el camino para volver a la mesa de la cocina y silbó a Kane. Con una mano bajó
el cuello del perro, buscó con la otra la correa, que se encontraba en una silla.
—No tienes por qué irte — dijo ella, con voz ronca.
—Lo estoy haciendo todo mal. Deberías haberme echado a patadas de aquí hace diez
minutos.
—Podemos mantener esto en un plano profesional, ¿sabes?
—No si sigues haciendo eso.
Indicó hacia abajo, con la barbilla, y Lucero comprendió que tenía la mano en el pecho
de él.
—Lo siento.
—Tú quieres que yo sea un alumno, en lugar de ser un hombre — dijo, todavía sin
resignarse a seguir las reglas de ella.
—No has dejado de ser un hombre, Fernando. Créeme. Ella no tenía que tocarlo; su voz
lo hizo por ella; era suave, preocupada y lo clavó en el lugar donde estaba, aunque sabía
que era mejor irse. Era la forma en que ella se detenía cuando pronunciaba su nombre.
Le hacía imaginar su boca. ¿Tendría los labios húmedos, o secos y ligeramente
entreabiertos?
El hubiera podido atraerla hacia su pecho y besarla hasta que no hubiera dudas, al
mismo tiempo que su cuerpo se amoldaría al suyo.
Lo único que lo detuvo fue el hecho de que no sabía con exactitud dónde estaba ella.
O cuál era su aspecto.
O cómo lo estaba mirando en ese momento.
¿A quién quería engañar?
—Muy bien — manifestó con rigidez—. No te molestaré más. Tú eres la maestra. Yo soy
el alumno.
Y lo cumpliría, aunque sólo fuera para oírla decir su nombre unas cuantas docenas de
veces más.
El Fernando sombrío había vuelto, notó Lucero cuando entraron en la cocina para la
lección del día siguiente. Intentó sonreír y tomárselo con filoso— fía, pero la tensión que
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...