El también tenía ojos castaños. Antes. Ahora eran blancos y lechosos, según le habían
dicho los médicos. No el tipo de ojos que una mujer querría ver.
—Lo siento, amigo — Lucero palmeó al perro en la cabeza y comparó sus ojos
suplicantes con los ojos encubiertos de él. Ella sólo quería poner fin a sus coqueteos, no
deseaba que volviera a sentirse deprimido o malhumorado.
Lucero recordó su resolución del día anterior. El era un alumno, así que pensó en otra
tarea para él.
—¿Por qué no traes mañana alguna ropa sucia? Tienes que aprender a lavarla.
—Sé hacerlo — respondió Fernando con sorprendente brusquedad. Su sonrisa
desapareció y él se volvió hacia el fregadero.
—Tal vez te estoy exigiendo demasiado — dijo y se arrepintió en el acto de haberlo
dicho. Ningún hombre admitiría eso, especialmente aquél—. No quiero que te sientas
frustrado aprendiendo demasiadas cosas a la vez.
—No me siento así.
—Así que, ¿cuál es el problema con la ropa entonces?
Ella no había pasado por alto el ceño fruncido de él.
—Es que ya sé hacer eso. Desde hace años.
—Tienes que volver a aprender a hacer las cosas. Quiero decir, ¿quién te va a lavar la
ropa interior?
—¿Quién dice que uso ropa interior?
—¿No?
Se le quedó la mente en blanco, excepto por el conocimiento de qué bajo esos cómodos
pantalones cortos, que se estiraban en todos los lugares estratégicos, había más de la
piel desnuda que ella había visto esa mañana. En cierta forma, era un alivio que él no
pudiera ver, porque la habría sorprendido mirándolo fijamente.
Fernando se apoyó en el mostrador. Se cruzó de brazos y continuó hablando. En ese
momento, Lucero se alegró de que la estupefacción la hubiera dejado muda. El no
ofrecía información personal con facilidad.
—Fue un mal hábito que adquirí en mi adolescencia. No es que lo tenga ya. Cuando me
sacaron de la mina, estoy seguro dé que llevaba ropa interior limpia, como mi madre
hubiera deseado.
Lucero se echó a reír. Saber sobre el pasado era muy útil, pero preguntar sobre la
explosión podía ser demasiado directo.
—Apuesto que tu madre se debe haber sentido muy alterada por lo del accidente. — Ella
murió, hace años. Cuando Dave tenía cinco. — Lo siento. ¿Cuántos años tenías?
—Diecinueve. Ella había estado entrando y saliendo del hospital durante varios años,
antes de eso. Mi tarea era lavar la ropa. Muy pronto aprendí a usar la menor cantidad de
ropa posible, por tantos días seguidos como podía — se echó a
reír.
Fernando dio un paso hacia la mesa, encontró su cerveza y se bebió lo que quedaba de
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
Roman d'amourFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...