Capítulo 28

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—Para empezar, creo que te voy a arrojar al mar. Eso te enseñará a no burlarte de un ciego. Ahora, ¿en dónde andas, muchacha?

Un salto hacia la izquierda, un chillido cuando él se apoderó del brazo de ella y entonces Lucero se zafó con agilidad de su mano. En unos cuantos pasos había subido a la terraza y abierto las puertas corredizas.

—El último es un huevo podrido.

Fernando se golpeó la espinilla contra la madera de la terraza y lanzó una explosiva interjección.

—Prefiero que el último se dé una ducha — murmuró él en tono sombrío, frotándose la pierna.

—Oh, señor Colunga — murmuró ella en tono de arrumaco.

—¿Si, señorita Hogaza?

—¿Qué tal si ambos nos dirigimos a la ducha?

El encontró los escalones y cruzó cojeando la terraza, hacia las puertas corredizas.

—Pensé que nunca ibas a decirlo.

Sentada en el pasillo del hospital, Lucero recordó esa noche. Se abrazó a sí misma y se apoyó en el respaldo de la silla. Dave estaba sentado, doblado hacia adelante, mirando con desconsuelo el linóleo de líneas multicolores. Fernando estaba decidido a hacer las cosas solo. No debían haberse sentido sorprendidos. Lo habían registrado en el hospital la noche anterior y habían llegado esa mañana para encontrar que la operación se estaba realizando ya. El los quería allí, pero les había mentido respecto a la hora en que lo operarían. Dave planeaba estrangularlo. En veinticuatro horas más le quitarían los vendajes y sabrían los resultados.

—Hay un elevado porcentaje de éxito en los trasplantes — comentó Dave, repitiendo las palabras del médico—.

Es un milagro de la ciencia moderna. Lucero asintió en silencio y después se hundió de nuevo en sus propios pensamientos sobre los milagros. Como el amor mismo. Se recordó a sí misma que "Te amo" no era una frase mágica. Por otra parte, si Fernando lahubiera pronunciado la última vez que hicieron el amor, ella se estaría aferrando a sus palabras en esos momentos con todo su corazón.

Al oler el café del hospital, Lucero abrió los ojos.

—Gracias — tomó otro vaso de plástico de la mano de Dave. El necesitaba levantarse y andar por alguna razón. Esa era la cuarta taza que le ofrecía. Ella hubiera preferido un té de hierbas—. Iba a pedirte que me trajeras otra taza — mintió.

—¡Pamplinas! Ni siquiera te diste cuenta de que me había ido.

Lucero sonrió con timidez.

—Es cierto.

La puerta del ascensor se abrió con un chirrido. Lucero empezaba a odiar ese rechinar. Dave estaba a punto de ir por una lata de aceite para arreglarla él mismo. Entonces reconocieron al médico y comprendieron que la camilla conducía a Fernando. En cuestión de instantes estaba al lado de ella.

—¿Fernando?

Con el rostro envuelto en vendajes, volvió la cabeza en la almohada.

—¿Lucero? — parecía medio borracho y la mano que levantó no parecía tener fuerza

alguna.

—Aquí estoy — dijo ella y se aferró a la mano de él hasta que sintió que se la apretaba

con suavidad.

—Se supone que no debías estar aquí — murmuró—. Les pedí que no vinieran esta

mañana.

—Ni el ejército nos lo hubiera impedido y tú lo sabes.

—Sí, ¿quién tuvo la brillante idea de mentir sobre la operación, eh?

—¡Dave! — murmuró Fernando, levantando la otra mano, antes de caer de nuevo en la inconsciencia. Su mano cayó sobre las sábanas.

Una enfermera se interpuso entre ellos para empujar la camilla hacia la habitación de él.

—Necesitará un poco de tiempo para recobrarse. Después va a tener un terrible dolor de cabeza. Pero se le pasará en un par de horas. Y dentro de veinticuatro horas, le quitaremos las vendas.

—¿Está usted segura? — insistió Dave.

—Se lo prometo — aseguró ella, quitándose la bata verde que había usado en la sala de operaciones.

—Lucero.

—Estoy aquí, Fernando.

El no dijo nada por un momento, con una leve sonrisa en los labios, y la mano de ella entre la suya. La levantó hacia sus labios y la besó.

—Sabía que eras tú la que estaba en el pasillo. Oí tus brazaletes.

Ella se rió. — ¿Tan ruidosos son? — Cuando te punza la cabeza, sí.

—Lo siento.

Ella intentó quitárselos, pero necesitaba que él le soltara la mano, cosa que él no estaba dispuesto a hacer.

—Te amo — murmuró Fernando.

El corazón de ella se detuvo.

—¿Qué?

—Perdone — la otra enfermera intervino—. Está todavía bajo los efectos de la anestesia.Tal vez podrían volver esta noche. Lucero comprendió que Fernando estaba dormido, porque su mano había perdido fuerza

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora