—¿En el norte?
Ella asintió.
—Cuando los médicos me comuniquen que puedo hacerlo. La mina exige la aprobación
de un doctor. Al igual que todas las otras autoridades. Y van a someterme a muchas
pruebas, sin duda alguna.
Si ella quisiera esperarlo...
—Te vas a ir, entonces.
—Tengo que trabajar para ganarme la vida, Lucero. Dios sabe que no puedo hacerlo con
la alfarería.
Ella miró involuntariamente hacia los anaqueles. Sus ojos se dirigieron hacia la media
docena de piezas que él había hecho. ¿Por qué estaba haciendo eso? ¿Por qué
estropear los pocos días que les quedaban?
—Me gusta ese florero alto que hiciste.
—No está mal — dijo él avanzando con lentitud hacia ella.
—Claro que no — insistió ella, tratando de mostrarse fría, aunque el calor del cuerpo de
él ya empezaba a llegarle—. Por lo menos te enseñé algo.
Se puso de pie, evitándolo. Levantó la nueva pieza del torno. La colocó con cuidado en
el anaquel, como si contuviera el corazón de alguien.
Fernando estaba detrás de ella, deslizando las yemas de los dedos por su espalda
desnuda.
—Me enseñaste toda una nueva forma de vida — murmuró él. Esa forma de vida la
incluía a ella. Si las cosas resultaban como él deseaba, siempre la incluiría. Desde luego,
ella podía decir que no, especialmente a la idea de vivir en el norte.
El retiró la mano y pensó las cosas. El hospital de Marquette tal vez no necesitara clases
de arte de tipo terapéutico. Acudir a las ferias de artesanía exigiría otras tres horas de
recorrido. Tal vez ella no quisiera ir. ¿Era ésa su forma de acabar las cosas?
—¿Vendrás a visitarme? — preguntó Fernando. No insistiría en que ella contestara
ahora. Podía pensarlo, tomar una decisión cuando hubiera visto el lugar.
¿Visitarlo? La palabra hizo un pequeño agujero en el corazón de Lucero.
—Es un viaje largo — dijo en tono evasivo—. Y será todavía más largo cuando empiece
a nevar.
Los inviernos. Linda había detestado esa perspectiva también. Fernando recordó que se
lo había dicho cuando rechazó la proposición de matrimonio que él le hizo. Y ésa era una
pregunta que un hombre hacía pocas veces en la vida. No iba a quedarse allí, a ver cómo
se desmoronaban sus sueños.
No era justo. Eso no iba a resolver la discusión, pero él levantó el brazo, de cualquier
modo, con sus dedos danzando entre las campanitas. Sonaron a través de su pulso y se
repitieron en eco a través de la amplia habitación, musicales, sensuales.
Lucero se volvió, como si la hubieran llamado, y no le sorprendió la intensidad que
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...