Capítulo 19

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Con la voz más tranquila que le fue posible. Fernando explicó:

—No puedo quedarme sentado aquí, sin hacer nada. Me estaba sintiendo inútil.

Lucero trató de escuchar sólo sus disculpas. El era todo lo que ella había aprendido a

evitar. Era guapo, vanidoso; si una mujer lo acariciaba y lo alababa, respondía en el acto.

Igual que Ken.

—Limitémonos a los negocios el resto del día. ¿Podrás soportarlo?

Por favor, déjame conducir. Fernando tenía el brazo extendido sobre el respaldo del

asiento y estaba jugando con el pelo de ella. Otra vez. Las yemas de sus dedos se las

ingeniaban para rozar su cuello con la suficiente frecuencia como para ponerla nerviosa.

—Necesito saber cuál es mi posición frente a ti, Lucero.

—No, no estás enfrente de mí. Estás a mi derecha.

Ella seguía furiosa. El le había dado tiempo más que suficiente para calmarse.

—Estoy harto de hacer el papel de alumno. Quiero más.

—¿De cualquiera que esté dispuesta a dártelo?

A Lucero le dolía la cabeza después de dos horas de querer gritar y tener, en cambio,

que sonreír y atender a la gente. Nunca había deseado tanto estar sola, como en esos

momentos.

Con sus arrugados pantalones de algodón y un blusón de seda, no se sentía nada sexy,

a pesar de la forma en que él le acariciaba el pelo. Si él la hubiera visto esas últimas

semanas, con faldas de algodón y sus blusas masculinas sueltas, o sus batas de pintor

manchadas de arcilla, Fernando habría comprendido que no podía competir con la mujer

rubia de la feria.

Fernando no había podido comparar. Algún día lo haría.

—Tenemos que hablar.

—Tenemos que hablar — reconoció Fernando.

Lucero suspiró.

—Lo digo en serio. Sobre nosotros. Esto no puede continuar así.

—Vaya, vaya... — recorrió el contorno de su oreja con un dedo hasta que ella pensó que

se pondría a gritar o se arrojaría al camino.

—¿Lucero?

—¿Qué?

—Tenemos que hablar de cuándo vamos a hacer el amor.

Lucero cambió con tanta precipitación las velocidades, que la caja de cambios rechinó.

O tal vez el rechinido era de sus nervios. — No empieces.

—Dime una buena razón.

—No hay futuro en ello.

El se quedó muy rígido. No esperaba que ella fuera franca.

—Tú no crees que la operación resultará, ¿verdad?

—Lo creo. Por eso soy tan sincera. Verás que no soy tu tipo. Puedes creerme.

Eso rompió algo en su interior, como una costura que se rasgara.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora