"¿Amigo, íntimo?" se preguntó él.
—¿Y brazaletes?
—Siempre, aunque tendré que quitármelos cuando nos ocupemos de la arcilla. Toma,
vas a necesitar esto.
Sacudió algo de tela frente a él y trató de dirigir sus brazos hacia las mangas de una
bata. — Oh, no, yo no voy a ponerme eso. — Te salpicará la arcilla húmeda. — No soy un
bebé. No necesito babero. — Es una bata de pintor.
La boca era firme, la tensión de la mandíbula evidente a través de la barba. El ceño
fruncido era profundo e implacable. Lucero suspiró.
—Supongo que no será difícil de lavar. Por cierto, ¿lava Dave, o lo haces tú?
Fernando frunció el ceño. Sólo porque él no hubiese memorizado aún los ciclos de la
lavadora no significaba que fuera cosa de su incumbencia. Apretó la arcilla con tanta
fuerza, que la forma de sus dedos se dibujó en ella.
Lucero envolvió las manos de él con la suyas y dijo en un tono de suave broma:
—Te estás adelantando a mí, Fernando. Lo primero es amasar la arcilla.
Los dedos de ella se entrelazaron con los de él, presionándolos con suavidad.
El casi se ahogó. Una imagen de sus piernas entrelazadas del mismo modo lo sacudió
de pies a cabeza. Al mismo tiempo el olor de su perfume llegó a él, dulce y seductor.
Hubiera querido volver la cabeza y seguir ese aroma hasta su punto de origen, un lado
de su cuello, tal vez, o detrás de la oreja. Para decirlo con franqueza, la deseaba.
Físicamente. Inmediatamente.
Ella continuó tocándolo, amasando, diciendo palabras suaves y alentadoras que hacían
que la sangre de él corriera con fuerza, aunque su mente le decía que era un tonto.
Estaba ciego.
—Está bien, maestra, ¿qué hago con este inútil trozo de arcilla ahora?
—Bien — contestó Lucero, tratando dé no mostrar la sorpresa que le causaba su
repentino deseo de cooperar—, lo ponemos en el centro de la rueda y empezamos a
hacerla girar.
Dos horas de infierno, eso era por lo que Fernando había pasado, cuando se detuvo la
música.
Durante dos horas había percibido el perfume de Lucero, la voz de Lucero, los brazos de
Lucero que lo rodeaban y entrelazaban sus dedos con los suyos en la suave arcilla,
guiando sus manos, hacia arriba y hacia abajo, por la forma húmeda que daba vueltas. El
había hecho dos cacharros, los dos redondos y gordos en la parte de abajo, para
rematar en un cuello delgado. Como una mujer.
Después de despedirse de los otros alumnos, Lucero vio a Fernando lavarse con
intenciones de irse y sintió que todos sus progresos logrados hasta el momento se iban
a perder, ¿Cómo iba a salir Fernando de allí, con todos esos caballetes y bancos
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Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...