Lucero plegó sus labios, en un gesto de abstracción, tratando de hacer mejor aquella
pieza de alfarería. Desafortunadamente, cada vez que pensaba que iba a lograr algo, su
concentración se desviaba hacia Fernando Colunga.
El cacharro empezó a cuartearse.
—¡Bah! — apagó la rueda moviendo el interruptor con gesto disgustado. Irguió su
espalda dolorida y miró hacia los anaqueles llenos de ollas y jarrones sin barnizar. Tenía
mucho trabajo que hacer, si quería estar lista para la feria de arte que tendría lugar ese
fin de semana ¿Qué había prometido presentar? No importaba; no tendría que vender si
no se ponía a producir pronto.
—¿Y qué decir de Fernando Colunga? — preguntó a la habitación vacía. Si la lección del
día siguiente resultaba tan mal como la clase de arte, estaban condenados al fracaso.
Lucero examinó al hombre desde una nueva perspectiva. Era evidente que se había
sentido turbado por el contacto, al principio. Tal vez la atracción sexual se estaba
atravesando en el camino de ella, no en el de él.
Por lo menos, habían dado algunos pasos positivos. Recordó, como si fuera un
relámpago, la primera vez que él había sonreído. Ella había estado bromeando respecto
a los hombres rubios. "Pero yo no les gusto", había dicho.
—Palabras de sabio — murmuró. Reunió la arcilla hasta formar una bola y empezó a
trabajar de nuevo con ella.
La segunda vez que se había mostrado relajado durante su paseo por la playa fue
cuando adivinó su estatura, prácticamente jactándose de las habilidades que había
adquirido.
Después, la había tocado. En un sentido, eso era bueno; significaba que trataba de
acercarse a ella. Había palpado su mejilla para sentir cómo movía ella la cabeza de arriba
abajo.
—Así que puede coquetear — suspiró y volvió al análisis—. Sabe cómo hacerlo. Eso lo
hace sentirse cómodo conmigo.
Sin duda, ésa sería la mejor forma de llegar a él, siempre y cuando ella se pudiera tomar
las cosas tan a la ligera como se las tomaba él.
Ese era el problema.
Pensó en él mientras hacía adoraos a un florero, usando un pequeño instrumento. Para
cuando terminó, sus labios estaban tan tensos como el alambre que había introducido
bajo la arcilla, para separar el florero de la rueda.
¿Podía decir, con toda sinceridad, que no estaba interesada?
Sí.
¿Lo creería ella misma?
No.
Se sentía retada por la testarudez del hombre, atraída por su dolor, impresionada por su
fuerza. Ella había aprendido a aceptarse a sí misma como era.
ESTÁS LEYENDO
Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)
RomanceFernando Colunga quedó ciego en un accidente. Pero estaba seguro de que esa larga y oscura noche era temporal. Ninguna santurrona terapeuta iba a enseñarle a aceptar su incapacidad. Aun así, no puedo evitar responder como hombre al suave tacto de Lu...