Capítulo 8

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Lucero plegó sus labios, en un gesto de abstracción, tratando de hacer mejor aquella

pieza de alfarería. Desafortunadamente, cada vez que pensaba que iba a lograr algo, su

concentración se desviaba hacia Fernando Colunga.

El cacharro empezó a cuartearse.

—¡Bah! — apagó la rueda moviendo el interruptor con gesto disgustado. Irguió su

espalda dolorida y miró hacia los anaqueles llenos de ollas y jarrones sin barnizar. Tenía

mucho trabajo que hacer, si quería estar lista para la feria de arte que tendría lugar ese

fin de semana ¿Qué había prometido presentar? No importaba; no tendría que vender si

no se ponía a producir pronto.

—¿Y qué decir de Fernando Colunga? — preguntó a la habitación vacía. Si la lección del

día siguiente resultaba tan mal como la clase de arte, estaban condenados al fracaso.

Lucero examinó al hombre desde una nueva perspectiva. Era evidente que se había

sentido turbado por el contacto, al principio. Tal vez la atracción sexual se estaba

atravesando en el camino de ella, no en el de él.

Por lo menos, habían dado algunos pasos positivos. Recordó, como si fuera un

relámpago, la primera vez que él había sonreído. Ella había estado bromeando respecto

a los hombres rubios. "Pero yo no les gusto", había dicho.

—Palabras de sabio — murmuró. Reunió la arcilla hasta formar una bola y empezó a

trabajar de nuevo con ella.

La segunda vez que se había mostrado relajado durante su paseo por la playa fue

cuando adivinó su estatura, prácticamente jactándose de las habilidades que había

adquirido.

Después, la había tocado. En un sentido, eso era bueno; significaba que trataba de

acercarse a ella. Había palpado su mejilla para sentir cómo movía ella la cabeza de arriba

abajo.

—Así que puede coquetear — suspiró y volvió al análisis—. Sabe cómo hacerlo. Eso lo

hace sentirse cómodo conmigo.

Sin duda, ésa sería la mejor forma de llegar a él, siempre y cuando ella se pudiera tomar

las cosas tan a la ligera como se las tomaba él.

Ese era el problema.

Pensó en él mientras hacía adoraos a un florero, usando un pequeño instrumento. Para

cuando terminó, sus labios estaban tan tensos como el alambre que había introducido

bajo la arcilla, para separar el florero de la rueda.

¿Podía decir, con toda sinceridad, que no estaba interesada?

Sí.

¿Lo creería ella misma?

No.

Se sentía retada por la testarudez del hombre, atraída por su dolor, impresionada por su

fuerza. Ella había aprendido a aceptarse a sí misma como era.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora